HORACIO NARCISO "EL LOCO" DOVAL
“A Narciso Horacio Doval, con sus porteños 20 años recién cumplidos y su rostro de permanente expresión azorada, con dos lucecitas picarescas bailando en las pupilas, lo sacó de la Primera de San Lorenzo lo mismo que lo había llevado allí: su exceso de habilidad. La habilidad de un fútbol sin arcos y sin goles. De un fútbol lleno de travesura, de encanto… y de irresponsabilidad”. En 1965, El Gráfico advertía de las bondades del juego de Doval, pero también de ciertos vicios autodestructivos que arrastraba el Loco y que harían complicados sus primeros años en el fútbol argentino. En el Ciclón había debutado en 1962, en una derrota 4-1 contra River. Ese día, en la primera pelota que tocó, intentó gambetear, sin éxito, a Amadeo Carrizo. El murmullo de la tribuna se volvió atronador y lo dejó marcado por un buen tiempo.
Doval había nacido el 4 de enero de 1944 en Palermo y se había acercado al fútbol por rebeldía, cuando tras la muerte de su padre una asistente social recomendó su reclusión en un colegio católico de Benavídez. A los ocho años detestaba la disciplina que le imponían los curas y se fugaba con la excusa de sumarse a los picados que se improvisaban por la zona. Así logró forjar la habilidad que llamaría la atención de un delegado de San Lorenzo mientras participaba de un partido, ya con edad de Sexta División, enfrente de la embajada de Estados Unidos.
El Loco completó las inferiores en el Ciclón y, tras su complicado estreno frente a River, regresó a la Reserva. Todavía cargaba con las costumbres de los partidos de potrero. No le gustaba marcar y se diluía en jugadas intrascendentes. Dentro del área no pateaba al arco y le costaba largar la pelota. “¿Que soy morfón? Podrá ser –contó tiempo después–, pero sólo cuando los demás no se destapan. Antes que rifarla o que la pierda otro prefiero tenerla yo. Y suponiendo que haya alguien libre por detrás mío… ¡Bueno! ¿Cómo puedo saberlo? Si a mí lo que me interesa es avanzar”.
Doval superó los rechazos iniciales en una gira por México y en un partido en Guadalajara la rompió en un triunfo de San Lorenzo. Ese fue el comienzo de Los Carasucias, un equipo que en 1964 no logró títulos pero sentó las bases para la recuperación del pedigrí del fútbol local. “El apodo viene por la Selección que jugó el Sudamericano de Lima en 1957 –recordó Héctor Veira en El Gráfico de mayo de 2013-, la de Corbatta, Maschio, Angelillo y Sívori. Y en San Lorenzo surgió una generación de pibes atrevidos, también, que venían de las inferiores y jugaban muy bien: Doval, Telch, Areán, Veira y Casa. Teníamos una gran precisión y queríamos ganar, pero no estábamos preparados mentalmente para salir campeones. De repente, en un día inspirado le metíamos cuatro goles a Alemania, ¡eh! Cuando salíamos de gira, les pegábamos cada baile a los equipos más importantes que ni te cuento, pero de golpe nos íbamos del partido”.
Jugando con Los Carasucias, Doval había cambiado los silbidos por aplausos. Había mejorado en la definición y tras pasar por el puesto de wing derecho y mediocampista, ya jugaba como centrodelantero y formaba parte la Selección, con la que debutó en un amistoso frente a Chile en Santiago. Sin embargo, el 8 de octubre de 1967 el Loco quedó asociado a un confuso episodio con una azafata. En un vuelo desde Mendoza a Buenos Aires, luego de una derrota contra el San Martín cuyano, el árbitro Guillermo Nimo –que también viajaba de regreso– denunció haber visto cómo Doval posaba su mano sobre “la parte trasera” de la empleada de la aerolínea y daba una serie de golpes. El escándalo fue conocido rápidamente como “El caso de las tres palmadas” y hubo tantas versiones como protagonistas implicados. Una indicaba que fueron varios los jugadores que se sobrepasaron con la azafata, pero que el Loco decidió cargar con la responsabilidad porque sus compañeros eran casados. Otra sostenía que Doval discutió con Nimo por su flojo arbitraje en Mendoza y, tras haber sido tratado de ladrón, el juez se quiso descargar con una falsa acusación.
Cierto o no, el asunto nunca se esclareció, la azafata jamás habló públicamente y no hubo intervención alguna de la Justicia ordinaria, pero la AFA, a través de su Tribunal de Penas y por respeto a la disciplina castrense implementada por el presidente Juan Carlos Onganía, sancionó a Doval por un año. El Loco, con la suspensión a cuestas, pasó un tiempo en el Elche español, pero volvió rápidamente y fue citado por un dirigente que pensaba eximirlo de la pena: “Mire, yo lo voy a exonerar del castigo, pero debe comprometerse a hacer un retiro espiritual conmigo para poner las cosas en su lugar”, le dijo. Doval entendía que no había nada que acomodar y prescindió de la “ayuda” ofrecida. La hinchaba lo defendía con un cántico característico: “Por una loca, una p... azafata, lo suspendieron al Loco Serenata”.
En 1969 el entrenador brasileño Tim, que se había consagrado con el San Lorenzo de Los Matadores, asumió en Flamengo y los dirigentes cariocas le preguntaron cuál era el mejor futbolista del Ciclón. “El mejor es el que no jugó”, respondió, y Doval, que se había perdido la temporada por la suspensión, aterrizó en Río de Janeiro. A las pocas semanas de su arribo ya tenía un contrato con una productora de televisión para hacer tres publicidades. La rubia postal de Doval, su físico en traje de baño en las playas de Ipanema y Copacabana y la bohemia brasileña en la que el argentino encajó perfectamente, lo convirtieron en un playboy acostumbrado a adornar las revistas del corazón. Bien acompañado por las “garotas”, posaba en páginas centrales.
En Río de Janeiro, Doval se enamoró de la despreocupación del fútbol brasileño y de las libertades. Nadie les prohibía a los jugadores ir a la playa e incluso eran los mismos entrenadores los que incentivaban a sus dirigidos a bañarse en el mar para relajar los músculos. En el Fla fue goleador en 1970, pero un año después discutió con el técnico Yustrich y pidió que lo cedieran a otro equipo. No compartía que las jornadas de trabajo arrancasen a las siete de la mañana, que fuera necesario hacer cola para ir al baño o que todos los jugadores tuviesen que cortarse el pelo.
Su destino, en 1971, fue Huracán. Allí se encontró con el Bambino Veira y con Toscano Rendo, y dirigidos por Osvaldo Zubeldía no pudieron hacer una buena campaña. Doval jugó 29 partidos y convirtió 5 goles. En 1972 regresó a Flamengo.
La segunda etapa en Brasil fue más fructífera. El Loco fue goleador en 1972, 1973 y 1974 y además ganó dos veces el Campeonato Carioca (1972 y 1974) y en dos oportunidades la Copa Guanabara (1972 y 1973). Fue tal la popularidad que alcanzó que lo apodaron El Pelé blanco, un alias que luego heredó Zico, con quien conformo La dupla del pueblo. En 1972 fue protagonista de un hecho histórico cuando, tras marcar el gol de su equipo en la final estadual ante el Fluminense, el Maracaná, que estaba colmado de gente, coreó su nombre.
La magnificencia de su figura hizo que los relatores, que durante el reinado de Pelé no solían llamarlo por su nombre, sino que cuando tocaba la pelota lo llamaban “él”, empezaron a decir “el otro”, cuando quien conducía la jugada era Doval. Eran los dos únicos futbolistas de Brasil que no necesitaban nombres propios. Para entonces, el Loco ya era el Gringo para los cariocas.
En 1975 sucedió lo impensado y Doval pasó a jugar en el Fluminense. “Contratarlo siempre fue mi sueño. Yo lo veía como un jugador perfecto para el Flu, aunque ya había sido ídolo del Fla. Era tan famoso como Zico. Una cosa increíble. Era un jugador espectacular, implacable en la definición”, confesó Francisco Horta, el presidente del Flu que logró incorporar al argentino. El trato se hizo en un trueque en el que Doval, Renato y Rodrigues Neto se fueron al Fluminense y a cambio el Flamengo se quedó con Toninho, Roberto y Zé Roberto. La transferencia pasó a la historia en una canción de Jorge Benjor que se llama Troca troca -Cambio cambio en castellano-, en cuya letra habla del error imperdonable que cometió el presidente del Fla al ceder al argentino.
En el Fluminense, jugando al lado de Rivelino, Doval ganó el estadual de 1976, en el que fue goleador. Un año antes, en 1975, había sido distinguido como Ciudadano Honorario de Río de Janeiro y se había nacionalizado brasileño.
En 1979 regresó a San Lorenzo y volvió enamorado del fútbol de Brasil. “Ellos son unos fenómenos y nosotros un desastre –declaró–. Por eso hay tantos jugadores argentinos allá y ningún brasileño acá. Además, tienen muchas lecciones para darnos. En el Flamengo, por ejemplo, jugaba Brito. Brito se fue a México, volvió campeón del mundo y al día siguiente se puso a entrenar junto a todos nosotros como si recién lo hubieran puesto en Primera”.
Su segunda etapa en el Ciclón no fue buena, en consonancia con el momento que vivía el equipo, pero dejó una anécdota para la historia. “Una vez –recordaba Juan Carlos Lorenzo–, en el Hotel Argentino, tomé el ascensor con él. Paró en el primer piso y subió una mujer, extravagante, que tenía un collar de perlas muy llamativo. Doval se puso detrás de ella, le apoyó el dedo en la espalda y le dijo ‘¡Arriba las manos!’, y la mujer pegó un grito tremendo. Yo le expliqué que era un chiste, pero igual bajó y se quejó en la administración. Me llamaron, hice el descargo, pero le tuve que aplicar al Loco Doval una multa de diez mil pesos. Después bajamos a cenar. En una mesa se sentaban Veira, Doval, Casa, Areán y Carotti. Sí, era una mesa brava. La fulana también estaba cenando. Cada tanto se daba vuelta y lo miraba al Loco, que tenía una facha impresionante. En un momento, Doval le grita desde la mesa: ‘Ni me mirés, ¿eh?, que ya me saliste diez lucas’”.
Los últimos años de su carrera los pasó en Estados Unidos, donde en la incipiente NASL –predecesora de la MLS- jugó en Cleveland Cobras y New York United. Se retiró a los 37 años y se radicó en Brasil. El 12 de octubre de 1991, a la salida de un boliche en Belgrano, un infarto lo fulminó a los 47 años. Su estrella se apagó demasiado pronto, pero el mejor legado fue su vida de película.
Por Matías Rodríguez / Fotos: Archivo El Gráfico
Nota publicada en la edición de diciembre de 2015 de El Gráfico
“A Narciso Horacio Doval, con sus porteños 20 años recién cumplidos y su rostro de permanente expresión azorada, con dos lucecitas picarescas bailando en las pupilas, lo sacó de la Primera de San Lorenzo lo mismo que lo había llevado allí: su exceso de habilidad. La habilidad de un fútbol sin arcos y sin goles. De un fútbol lleno de travesura, de encanto… y de irresponsabilidad”. En 1965, El Gráfico advertía de las bondades del juego de Doval, pero también de ciertos vicios autodestructivos que arrastraba el Loco y que harían complicados sus primeros años en el fútbol argentino. En el Ciclón había debutado en 1962, en una derrota 4-1 contra River. Ese día, en la primera pelota que tocó, intentó gambetear, sin éxito, a Amadeo Carrizo. El murmullo de la tribuna se volvió atronador y lo dejó marcado por un buen tiempo.
Doval había nacido el 4 de enero de 1944 en Palermo y se había acercado al fútbol por rebeldía, cuando tras la muerte de su padre una asistente social recomendó su reclusión en un colegio católico de Benavídez. A los ocho años detestaba la disciplina que le imponían los curas y se fugaba con la excusa de sumarse a los picados que se improvisaban por la zona. Así logró forjar la habilidad que llamaría la atención de un delegado de San Lorenzo mientras participaba de un partido, ya con edad de Sexta División, enfrente de la embajada de Estados Unidos.
El Loco completó las inferiores en el Ciclón y, tras su complicado estreno frente a River, regresó a la Reserva. Todavía cargaba con las costumbres de los partidos de potrero. No le gustaba marcar y se diluía en jugadas intrascendentes. Dentro del área no pateaba al arco y le costaba largar la pelota. “¿Que soy morfón? Podrá ser –contó tiempo después–, pero sólo cuando los demás no se destapan. Antes que rifarla o que la pierda otro prefiero tenerla yo. Y suponiendo que haya alguien libre por detrás mío… ¡Bueno! ¿Cómo puedo saberlo? Si a mí lo que me interesa es avanzar”.
Doval superó los rechazos iniciales en una gira por México y en un partido en Guadalajara la rompió en un triunfo de San Lorenzo. Ese fue el comienzo de Los Carasucias, un equipo que en 1964 no logró títulos pero sentó las bases para la recuperación del pedigrí del fútbol local. “El apodo viene por la Selección que jugó el Sudamericano de Lima en 1957 –recordó Héctor Veira en El Gráfico de mayo de 2013-, la de Corbatta, Maschio, Angelillo y Sívori. Y en San Lorenzo surgió una generación de pibes atrevidos, también, que venían de las inferiores y jugaban muy bien: Doval, Telch, Areán, Veira y Casa. Teníamos una gran precisión y queríamos ganar, pero no estábamos preparados mentalmente para salir campeones. De repente, en un día inspirado le metíamos cuatro goles a Alemania, ¡eh! Cuando salíamos de gira, les pegábamos cada baile a los equipos más importantes que ni te cuento, pero de golpe nos íbamos del partido”.
Jugando con Los Carasucias, Doval había cambiado los silbidos por aplausos. Había mejorado en la definición y tras pasar por el puesto de wing derecho y mediocampista, ya jugaba como centrodelantero y formaba parte la Selección, con la que debutó en un amistoso frente a Chile en Santiago. Sin embargo, el 8 de octubre de 1967 el Loco quedó asociado a un confuso episodio con una azafata. En un vuelo desde Mendoza a Buenos Aires, luego de una derrota contra el San Martín cuyano, el árbitro Guillermo Nimo –que también viajaba de regreso– denunció haber visto cómo Doval posaba su mano sobre “la parte trasera” de la empleada de la aerolínea y daba una serie de golpes. El escándalo fue conocido rápidamente como “El caso de las tres palmadas” y hubo tantas versiones como protagonistas implicados. Una indicaba que fueron varios los jugadores que se sobrepasaron con la azafata, pero que el Loco decidió cargar con la responsabilidad porque sus compañeros eran casados. Otra sostenía que Doval discutió con Nimo por su flojo arbitraje en Mendoza y, tras haber sido tratado de ladrón, el juez se quiso descargar con una falsa acusación.
Cierto o no, el asunto nunca se esclareció, la azafata jamás habló públicamente y no hubo intervención alguna de la Justicia ordinaria, pero la AFA, a través de su Tribunal de Penas y por respeto a la disciplina castrense implementada por el presidente Juan Carlos Onganía, sancionó a Doval por un año. El Loco, con la suspensión a cuestas, pasó un tiempo en el Elche español, pero volvió rápidamente y fue citado por un dirigente que pensaba eximirlo de la pena: “Mire, yo lo voy a exonerar del castigo, pero debe comprometerse a hacer un retiro espiritual conmigo para poner las cosas en su lugar”, le dijo. Doval entendía que no había nada que acomodar y prescindió de la “ayuda” ofrecida. La hinchaba lo defendía con un cántico característico: “Por una loca, una p... azafata, lo suspendieron al Loco Serenata”.
En 1969 el entrenador brasileño Tim, que se había consagrado con el San Lorenzo de Los Matadores, asumió en Flamengo y los dirigentes cariocas le preguntaron cuál era el mejor futbolista del Ciclón. “El mejor es el que no jugó”, respondió, y Doval, que se había perdido la temporada por la suspensión, aterrizó en Río de Janeiro. A las pocas semanas de su arribo ya tenía un contrato con una productora de televisión para hacer tres publicidades. La rubia postal de Doval, su físico en traje de baño en las playas de Ipanema y Copacabana y la bohemia brasileña en la que el argentino encajó perfectamente, lo convirtieron en un playboy acostumbrado a adornar las revistas del corazón. Bien acompañado por las “garotas”, posaba en páginas centrales.
En Río de Janeiro, Doval se enamoró de la despreocupación del fútbol brasileño y de las libertades. Nadie les prohibía a los jugadores ir a la playa e incluso eran los mismos entrenadores los que incentivaban a sus dirigidos a bañarse en el mar para relajar los músculos. En el Fla fue goleador en 1970, pero un año después discutió con el técnico Yustrich y pidió que lo cedieran a otro equipo. No compartía que las jornadas de trabajo arrancasen a las siete de la mañana, que fuera necesario hacer cola para ir al baño o que todos los jugadores tuviesen que cortarse el pelo.
Su destino, en 1971, fue Huracán. Allí se encontró con el Bambino Veira y con Toscano Rendo, y dirigidos por Osvaldo Zubeldía no pudieron hacer una buena campaña. Doval jugó 29 partidos y convirtió 5 goles. En 1972 regresó a Flamengo.
La segunda etapa en Brasil fue más fructífera. El Loco fue goleador en 1972, 1973 y 1974 y además ganó dos veces el Campeonato Carioca (1972 y 1974) y en dos oportunidades la Copa Guanabara (1972 y 1973). Fue tal la popularidad que alcanzó que lo apodaron El Pelé blanco, un alias que luego heredó Zico, con quien conformo La dupla del pueblo. En 1972 fue protagonista de un hecho histórico cuando, tras marcar el gol de su equipo en la final estadual ante el Fluminense, el Maracaná, que estaba colmado de gente, coreó su nombre.
La magnificencia de su figura hizo que los relatores, que durante el reinado de Pelé no solían llamarlo por su nombre, sino que cuando tocaba la pelota lo llamaban “él”, empezaron a decir “el otro”, cuando quien conducía la jugada era Doval. Eran los dos únicos futbolistas de Brasil que no necesitaban nombres propios. Para entonces, el Loco ya era el Gringo para los cariocas.
En 1975 sucedió lo impensado y Doval pasó a jugar en el Fluminense. “Contratarlo siempre fue mi sueño. Yo lo veía como un jugador perfecto para el Flu, aunque ya había sido ídolo del Fla. Era tan famoso como Zico. Una cosa increíble. Era un jugador espectacular, implacable en la definición”, confesó Francisco Horta, el presidente del Flu que logró incorporar al argentino. El trato se hizo en un trueque en el que Doval, Renato y Rodrigues Neto se fueron al Fluminense y a cambio el Flamengo se quedó con Toninho, Roberto y Zé Roberto. La transferencia pasó a la historia en una canción de Jorge Benjor que se llama Troca troca -Cambio cambio en castellano-, en cuya letra habla del error imperdonable que cometió el presidente del Fla al ceder al argentino.
En el Fluminense, jugando al lado de Rivelino, Doval ganó el estadual de 1976, en el que fue goleador. Un año antes, en 1975, había sido distinguido como Ciudadano Honorario de Río de Janeiro y se había nacionalizado brasileño.
En 1979 regresó a San Lorenzo y volvió enamorado del fútbol de Brasil. “Ellos son unos fenómenos y nosotros un desastre –declaró–. Por eso hay tantos jugadores argentinos allá y ningún brasileño acá. Además, tienen muchas lecciones para darnos. En el Flamengo, por ejemplo, jugaba Brito. Brito se fue a México, volvió campeón del mundo y al día siguiente se puso a entrenar junto a todos nosotros como si recién lo hubieran puesto en Primera”.
Su segunda etapa en el Ciclón no fue buena, en consonancia con el momento que vivía el equipo, pero dejó una anécdota para la historia. “Una vez –recordaba Juan Carlos Lorenzo–, en el Hotel Argentino, tomé el ascensor con él. Paró en el primer piso y subió una mujer, extravagante, que tenía un collar de perlas muy llamativo. Doval se puso detrás de ella, le apoyó el dedo en la espalda y le dijo ‘¡Arriba las manos!’, y la mujer pegó un grito tremendo. Yo le expliqué que era un chiste, pero igual bajó y se quejó en la administración. Me llamaron, hice el descargo, pero le tuve que aplicar al Loco Doval una multa de diez mil pesos. Después bajamos a cenar. En una mesa se sentaban Veira, Doval, Casa, Areán y Carotti. Sí, era una mesa brava. La fulana también estaba cenando. Cada tanto se daba vuelta y lo miraba al Loco, que tenía una facha impresionante. En un momento, Doval le grita desde la mesa: ‘Ni me mirés, ¿eh?, que ya me saliste diez lucas’”.
Los últimos años de su carrera los pasó en Estados Unidos, donde en la incipiente NASL –predecesora de la MLS- jugó en Cleveland Cobras y New York United. Se retiró a los 37 años y se radicó en Brasil. El 12 de octubre de 1991, a la salida de un boliche en Belgrano, un infarto lo fulminó a los 47 años. Su estrella se apagó demasiado pronto, pero el mejor legado fue su vida de película.
Por Matías Rodríguez / Fotos: Archivo El Gráfico
Nota publicada en la edición de diciembre de 2015 de El Gráfico
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