BOBAN JANKOVIC
Las alas del guerrero se quebraron de cuajo, con un golpe duro, seco, en uno de los accidentes más estúpidos y dramáticos de la historia del deporte. A partir de aquel momento, la vida de Slobodan “Boban” Jankovic cambió para siempre, atado a una silla de ruedas, inmóvil de cintura para abajo. Fallecería 17 años después, sin perder el orgullo que siempre exhibió en las canchas de baloncesto. “Soy un guerreo, no un mendigo”, solía decir. Como un guerrero vivió, todo coraje, y como tal murió, siendo un ídolo en Grecia y Serbia.
Aquel 28 de abril de 1993, el tiempo se paró de golpe para nuestro protagonista. Se jugaba el cuarto partido del playoff de semifinales de la liga griega entre el Panionios, su equipo, y el poderoso Panathinaikos. Faltaban seis minutos para el final de un encuentro igualado y tenso, vital para la resolución de la eliminatoria. 50-56 señalaba el marcador. En ese momento, en un ataque de los locales, Boban Jankovic corta por la zona y recibe el balón; tras botar, se levanta y encesta tras un contacto con su defensor. Pero los árbitros señalan personal en ataque y anulan la canasta; era además su quinta falta, lo que suponía la eliminación en tan trascendental momento. El alero serbio entró en cólera.
Su fuerte temperamento y su carácter ganador -características que tantas veces le habían ayudado en la vida, virtudes que le llevaron a lo más alto como jugador de baloncesto-, le jugaron aquel día una muy mala pasada. Desesperado y por pura rabia, propinó un cabezazo al soporte de la canasta, que debía estar acolchado. Pero no lo estaba suficientemente y Jankovic no controló su cólera. El golpe fue seco, brutal, y el jugador cayó en redondo, como un pelele, al suelo.
Rápidamente, un compañero de equipo se acercó a ayudarle, y giró su cuerpo inerte como un bloque. Con la cabeza ensangrentada, con la cara desencajada, sus lamentos estremecían: “No siento las manos, no siento las piernas”, gritaba mientras su técnico, Vlade Djurovic, y el cuerpo médico intentaban tranquilizarle. Para siempre quedará como una de las imágenes más impactantes y terribles que haya dado jamás el mundo del deporte, de un dramatismo desgarrador. Ante la conmoción y el estupor de los allí presentes (público, compañeros de equipo, árbitros y rivales) fue evacuado inmediatamente al Hospital General de Atenas.
Días después, Vlade Djurovic –quien no se separó del jugador en ningún momento- confesaría que durante el trayecto al hospital Boban repetía una y otra vez: “Voy a morir”. No moriría por aquel golpe tan brutal como estúpido, pero el guerrero de las canchas nunca más volvería a ponerse de pie. Se había fracturado la tercera vértebra cervical, lo que le dejaba parapléjico para siempre. A partir de entonces habría de vivir en una silla de ruedas y con la movilidad de sus brazos y manos muy limitada.
Una estrella sin fortuna
Slobodan Jankovic había nacido el 15 de diciembre de 1963 en Lucani, localidad serbia muy cercana a Belgrado. Desde pequeñito destacó por su gran altura, y pronto se inclinó por la práctica del baloncesto, deporte que es casi una religión en su país. Con 17 años ya estaba en la primera plantilla del Estrella Roja, club en el que se formó y en cuyo equipo senior jugaría durante once temporadas. Alero de 2,01 metros, de enorme talento y carisma, siempre destacó por su carácter indomable en la cancha y por un insaciable hambre de triunfos. Solo quería ganar; sólo sabía ganar.
Pronto se convirtió en referente de uno de los clubes más emblemáticos de Yugoslavia, con el que llegó a tres finales de Liga y otras tantas de Copa. Sin embargo, nunca pudo saborear la gloria de un título al chocar una y otra vez en las competiciones de su país con dos de los mejores equipos de la historia del baloncesto europeo: primero, la Cibona de Zagreb de Drazen Petrovic; después, la Jugoplastika de Split de Kukoc, Radja, Savic, Perasovic… Y también en Europa la suerte les había dado la espalada, perdiendo una final de la Copa Korac ante el Pau Orthez francés. Desencantado, decide cambiar de aires y ficha por la Vojvodina, equipo en el que jugaría una temporada (1990-91) antes de volver a su club de toda la vida.
Allí, en la temporada 1991-92, su juego y sus números alcanzan un nivel supremo, consagrándose definitivamente como uno de los mejores jugadores serbios del momento en una época en la que su país empezaba a desmembrarse y caminaba hacia una cruenta guerra. En plena madurez como deportista, Jankovic era el líder indiscutible del Estrella Roja y fue elegido mejor jugador de la Liga Serbomontenegrina… aunque una vez más se quedo sin un título que fue a parar a las vitrinas del Partizán de Belgrado. Fue internacional absoluto en varias ocasiones, pero el conflicto bélico en los Balcanes le privó de su sueño de disputar los Juegos Olímpicos de Barcelona´92 con el combinado serbomontenegrino. Sin duda, Boban ha sido el paradigma máximo de estrella sin suerte, de talento sin fortuna.
Aquel verano de 1992, conocido y temido en toda Europa por su juego, no le faltaron las propuestas de equipos extranjeros. Finalmente aceptó la millonaria oferta del Panionios griego, donde estaba cuajando una temporada soberbia como líder máximo del equipo con exhibiciones como los 41 puntos que anotó en Bolonia ante la Virtus en un partido de la Copa Korac. Actuaciones como ésta le valieron el sobrenombre de “El Bombardero”. Su juego resultaba letal e imparable, mezcla de calidad y su innata garra y orgullo, hasta la fatídica noche del 28 de abril de 1993, cuando aquel absurdo cabezazo cambió para siempre su vida y cortó de raíz una carrera que parecía no tener límites.
Muerte en alta mar
Aunque fue operado en varias ocasiones y tratado por los mejores especialistas del mundo, no había nada que hacer; su lesión medular era irreversible. Convertido en un ídolo en Atenas, ciudad donde siguió viviendo, se retiró con honores su camiseta número 8 del Panionios y recibió numerosos homenajes y muestras de cariño de sus compañeros y de una afición que jamás le olvidaría. Sin embargo, con el paso del tiempo, su situación se tornó cada vez más difícil; engordó de manera considerable, su esposa le abandonó y su situación económica se complicó sobremanera. Pese a todo, nunca perdió su orgullo ni quiso que nadie le compadeciera: “Soy un guerrero, no un mendigo”, solía decir.
En aquellos momentos, los peores de su vida, su hijo adolescente Vladimir se convirtió en su principal apoyo y estímulo: “Mi hijo me da fuerzas para continuar; es el principal motivo por el que merece la pena luchar”. También encontró en el baloncesto una motivación para seguir adelante; se hizo cargo del Olympia Petropouli, equipo que disputaba el campeonato regional, en el que crearía una sección de baloncesto en silla de ruedas. De nuevo, se sentía importante y útil: “Amo el baloncesto, lo adoro, y por estar en una silla de ruedas no me siento excluido de la vida; creo que todavía tengo muchas cosas que ofrecer”, dijo entonces.
Una de sus últimas apariciones públicas tuvo lugar el 3 de julio de 2005, en la despedida de uno de sus amigos, el ex jugador del Barcelona y Real Madrid Sasha Djordjevic. En el pabellón Pionir de Belgrado, rodeado de lo más selecto del baloncesto europeo, Boban no pudo contener las lágrimas ante el homenaje y el cariño de sus compañeros. Pero un año después, el 29 de junio de 2006, la tragedia volvía a cruzarse en su vida, esta vez en alta mar, mientras se encontraba en un barco rumbo a la isla griega de Rodas, donde se dirigía a pasar las vacaciones. Allí, un paro cardiaco acababa con su vida a los 42 años de edad.
Su multitudinario funeral, al que asistieron más de un millar de personas, demostraba lo grande que fue como jugador y como persona. No faltaron compañeros y rivales en las canchas como Paspalj, Rebraca, Tarlac, Fassouluas o su amigo Djordjevic, y se recibieron mensajes de condolencia de clubes y federaciones de toda Europa. “¡Boban, te queremos; nunca te olvidaremos!”, coreaban los aficionados del Panionios en honor a un jugador convertido ya en leyenda. Y en un segundo plano, entre aquella multitud, también se encontraba Vlado Djurovic, su entrenador en el momento del fatal accidente, el hombre que le consoló en un primer momento y que nunca dejó de ayudarle hasta el día de su muerte. Ahora sí, el guerrero de las canchas descansaba para siempre.
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