HORACIO SALDAÑO FUE UN ÍDOLO POPULAR
Nunca fue campeón de nada, como el Mono José María Gatica. Pero fue ídolo popular como Gatica. Así fue la historia del púgil criollo Horacio Agustín Saldaño.
Nacido en San Miguel de Tucumán, criado en un barrio cercano al hipódromo y al Parque 9 de Julio, llegó al club Unión Tranviarios y bajo la dirección de Rubén Aguirre, descubrió el mundo de los guantes.
“Nunca me gustó el boxeo. Elegí ser boxeador por una cuestión económica. Me hubiera gustado estudiar y trabajar de otra cosa”, alguna vez le dijo a este periodista compartiendo un café.
El club Villa Luján fue su casa adoptiva tucumana. Allí debutó. Después de 33 peleas invicto, y de llenar el estadio en cada presentación, llegó a Buenos Aires, siendo con el tiempo protagonista de miércoles inolvidables de boxeo y televisión.
La primera presentación en el Luna Park fue el 15 de mayo de 1968 noqueando al brasileño Joao Merencio en sólo veinte segundos. Los miércoles, con su presencia fondista, comenzaron a parecerse a los sábados del Luna. Su figura siempre se destacó. Fue convocante en la pantalla y atrapante para la tribuna.
Su estilo movedizo, la fiereza de noqueador atento y su concentración para definir modelaron el apodo: “La Pantera Tucumana”.
“Es verdad, nunca gané un título. Cuando derroté a campeones, fueron peleas sin nada en juego. Incluso antes de retirarme me quise dar el gusto y combatí por el título tucumano welter. Y perdí” (NdR: el 10 de diciembre de 1982 en el club Villa del Luján, cuando perdió por puntos con Juan Orlando Barboza).
La noche del sábado 8 de octubre de 1983 fue, sin dudas, especial. Para Saldaño y para el boxeo. Cargadas de un alto voltaje emotivo, cerca de 8.000 personas asistieron a lo que sería la última pelea profesional del tucumano. Un ídolo se despedía. Fue enfrentando al enorme Ubaldo Néstor “Ubby” Sacco. Fueron poco más de trece minutos de pelea. Suficientes.
Horacio Saldaño, con sus casi 36 años allá por el 2016 y más de la mitad de ellos ligados al boxeo. Noventa y cuatro combates rentados. Muchos de ellos verdaderas batallas de coraje y fragor, quedaron atrás. Un intento mundialista fallido ante José “Mantequilla” Nápoles y su choque electrizante con el marplatense “Tito” Yanni ya eran historia.
“Una semana antes de pelear con Mantequilla Nápoles, me saqué el hombro. No me recuperé. Si aplazaba la pelea, como me decía Tito Lectoure, no iba a tener otra oportunidad. Además necesitaba el dinero. Fui desde mi camarín al ring con un nudo en la garganta. Sabía que no podía ganar. No podía levantar el brazo”, confesó –en tono de confesión– Saldaño.
Horacio Agustín Saldaño tuvo épocas de gloria. En lo deportivo y económico. Noches memorables donde, desplegando una suerte de coraje, destreza y potencia demoledora, batió a rivales de todo calibre. Supo de las mayores emociones. Le sonrió a las luces de la fama sostenida y soportó la oscuridad de tristezas interiores. Mucho dinero y bolsillos secos. Grandes hoteles y la pieza de una modesta pensión. El regreso en busca del verdadero Saldaño. El de carne y hueso. Ese que apareció después de las grandes veladas, para decir: “Cuánto tiempo perdí. Que equivocado estaba. Regreso para demostrarme y demostrar a los míos que puedo empezar una nueva vida”. Y volvió. Combatió. Ganó y perdió. Cuidó sus últimos pesitos y su físico como nunca antes.
“Me jubilé de empleado en el Senado nacional, en el Congreso. Un milagro haber encontrado ese trabajo. Hice amigos y la gente me quería mucho. No tenía un peso y estaba muy mal, cuando apareció esta posibilidad. Dios me ayudó, se acordó de mí”.
Cambiaron cosas en la vida de Saldaño. Lo que nunca cambió ni sufrió alteraciones fue su comunicación y relación con el público. Esa adoración que sólo reciben los que han sido elegidos para dejar impresiones digitales de ídolo. Ese público que preferentemente ocupó la popular.
Para qué más… Son esos diálogos que no se interrumpen, porque nadie busca descifrar su origen. Son así de simples, a flor de piel.
Por eso, ese sábado 8 de octubre de 1983, en el Luna Park, cuando Ubby Sacco en el quinto round conectó una dura derecha en directo sobre la frente de Saldaño, se quedó quieto. Inmóvil. Se paró ante la desprotección del tucumano. Sacco podía haber pegado a destajo. Pero no. No lo hizo. Traicionó el principio basico del boxeador, alimentó el de la ética y la humanidad.
Miró al veterano Fortunato como implorandole la cuenta de resguardo. Llegó enseguida. Sacco la escuchó mirando al guerrero, al gladiador de tantas batallas vencido. Caído. Todos sabían que Saldaño seguiría, a suerte o verdad. Aunque fuera suicida, respondiendo a esa nobleza y coraje interior que tantas veces había exhibido. Fue entonces cuando Ramón La Cruz tiró la toalla. Oportuna. Humanitaria. Respetuosa de la digna trayectoria del vencido. Llevaba el mensaje final en su vuelo. ¡Que paradoja! ¡Qué ironía del destino! La Cruz tiró la toalla con una congoja que no pudo disimular. Justamente él, que en su época de fama y esplendor sufriera el único nocaut de su carrera en los puños de Saldaño.
Y allí sucedió lo fantástico. Lo mágico. En un silencio de sepultura, llegaron las imágenes en blanco y negro de la tragedia y la alegría. Ubby Sacco besando y llevando en andas a Saldaño. Luego, el público, como si hubiera ensayado con el coro polifónico del Teatro Colón, despidió al ídolo con un atronador: “tu-cu-ma-no… tu-cu-ma-no… tu-cu-ma-no…”. Las luces del Luna Park maquillaban e iluminaban más fuerte que nunca una noche de emociones. La de Ubaldo Sacco y su legítima victoria y la del ídolo que se fue ganándole a la derrota en las palmas calientes y las lágrimas de todos los presentes.
La madrugada es fresca y los últimos comentarios aún circulan por la calle Bouchard. Horacio Agustín Saldaño, “La Pantera Tucumana”, elegantemente vestido, sale del Luna Park y caminando hacia el Hotel Roma se para frente a un grupo de periodistas y dice con inocencia: “Hola muchachos, qué tal. ¿Como fue la pelea?”.
FUENTE: ELCIUDADANOWEB.COM
Nunca fue campeón de nada, como el Mono José María Gatica. Pero fue ídolo popular como Gatica. Así fue la historia del púgil criollo Horacio Agustín Saldaño.
Nacido en San Miguel de Tucumán, criado en un barrio cercano al hipódromo y al Parque 9 de Julio, llegó al club Unión Tranviarios y bajo la dirección de Rubén Aguirre, descubrió el mundo de los guantes.
“Nunca me gustó el boxeo. Elegí ser boxeador por una cuestión económica. Me hubiera gustado estudiar y trabajar de otra cosa”, alguna vez le dijo a este periodista compartiendo un café.
El club Villa Luján fue su casa adoptiva tucumana. Allí debutó. Después de 33 peleas invicto, y de llenar el estadio en cada presentación, llegó a Buenos Aires, siendo con el tiempo protagonista de miércoles inolvidables de boxeo y televisión.
La primera presentación en el Luna Park fue el 15 de mayo de 1968 noqueando al brasileño Joao Merencio en sólo veinte segundos. Los miércoles, con su presencia fondista, comenzaron a parecerse a los sábados del Luna. Su figura siempre se destacó. Fue convocante en la pantalla y atrapante para la tribuna.
Su estilo movedizo, la fiereza de noqueador atento y su concentración para definir modelaron el apodo: “La Pantera Tucumana”.
“Es verdad, nunca gané un título. Cuando derroté a campeones, fueron peleas sin nada en juego. Incluso antes de retirarme me quise dar el gusto y combatí por el título tucumano welter. Y perdí” (NdR: el 10 de diciembre de 1982 en el club Villa del Luján, cuando perdió por puntos con Juan Orlando Barboza).
La noche del sábado 8 de octubre de 1983 fue, sin dudas, especial. Para Saldaño y para el boxeo. Cargadas de un alto voltaje emotivo, cerca de 8.000 personas asistieron a lo que sería la última pelea profesional del tucumano. Un ídolo se despedía. Fue enfrentando al enorme Ubaldo Néstor “Ubby” Sacco. Fueron poco más de trece minutos de pelea. Suficientes.
Horacio Saldaño, con sus casi 36 años allá por el 2016 y más de la mitad de ellos ligados al boxeo. Noventa y cuatro combates rentados. Muchos de ellos verdaderas batallas de coraje y fragor, quedaron atrás. Un intento mundialista fallido ante José “Mantequilla” Nápoles y su choque electrizante con el marplatense “Tito” Yanni ya eran historia.
“Una semana antes de pelear con Mantequilla Nápoles, me saqué el hombro. No me recuperé. Si aplazaba la pelea, como me decía Tito Lectoure, no iba a tener otra oportunidad. Además necesitaba el dinero. Fui desde mi camarín al ring con un nudo en la garganta. Sabía que no podía ganar. No podía levantar el brazo”, confesó –en tono de confesión– Saldaño.
Horacio Agustín Saldaño tuvo épocas de gloria. En lo deportivo y económico. Noches memorables donde, desplegando una suerte de coraje, destreza y potencia demoledora, batió a rivales de todo calibre. Supo de las mayores emociones. Le sonrió a las luces de la fama sostenida y soportó la oscuridad de tristezas interiores. Mucho dinero y bolsillos secos. Grandes hoteles y la pieza de una modesta pensión. El regreso en busca del verdadero Saldaño. El de carne y hueso. Ese que apareció después de las grandes veladas, para decir: “Cuánto tiempo perdí. Que equivocado estaba. Regreso para demostrarme y demostrar a los míos que puedo empezar una nueva vida”. Y volvió. Combatió. Ganó y perdió. Cuidó sus últimos pesitos y su físico como nunca antes.
“Me jubilé de empleado en el Senado nacional, en el Congreso. Un milagro haber encontrado ese trabajo. Hice amigos y la gente me quería mucho. No tenía un peso y estaba muy mal, cuando apareció esta posibilidad. Dios me ayudó, se acordó de mí”.
Cambiaron cosas en la vida de Saldaño. Lo que nunca cambió ni sufrió alteraciones fue su comunicación y relación con el público. Esa adoración que sólo reciben los que han sido elegidos para dejar impresiones digitales de ídolo. Ese público que preferentemente ocupó la popular.
Para qué más… Son esos diálogos que no se interrumpen, porque nadie busca descifrar su origen. Son así de simples, a flor de piel.
Por eso, ese sábado 8 de octubre de 1983, en el Luna Park, cuando Ubby Sacco en el quinto round conectó una dura derecha en directo sobre la frente de Saldaño, se quedó quieto. Inmóvil. Se paró ante la desprotección del tucumano. Sacco podía haber pegado a destajo. Pero no. No lo hizo. Traicionó el principio basico del boxeador, alimentó el de la ética y la humanidad.
Miró al veterano Fortunato como implorandole la cuenta de resguardo. Llegó enseguida. Sacco la escuchó mirando al guerrero, al gladiador de tantas batallas vencido. Caído. Todos sabían que Saldaño seguiría, a suerte o verdad. Aunque fuera suicida, respondiendo a esa nobleza y coraje interior que tantas veces había exhibido. Fue entonces cuando Ramón La Cruz tiró la toalla. Oportuna. Humanitaria. Respetuosa de la digna trayectoria del vencido. Llevaba el mensaje final en su vuelo. ¡Que paradoja! ¡Qué ironía del destino! La Cruz tiró la toalla con una congoja que no pudo disimular. Justamente él, que en su época de fama y esplendor sufriera el único nocaut de su carrera en los puños de Saldaño.
Y allí sucedió lo fantástico. Lo mágico. En un silencio de sepultura, llegaron las imágenes en blanco y negro de la tragedia y la alegría. Ubby Sacco besando y llevando en andas a Saldaño. Luego, el público, como si hubiera ensayado con el coro polifónico del Teatro Colón, despidió al ídolo con un atronador: “tu-cu-ma-no… tu-cu-ma-no… tu-cu-ma-no…”. Las luces del Luna Park maquillaban e iluminaban más fuerte que nunca una noche de emociones. La de Ubaldo Sacco y su legítima victoria y la del ídolo que se fue ganándole a la derrota en las palmas calientes y las lágrimas de todos los presentes.
La madrugada es fresca y los últimos comentarios aún circulan por la calle Bouchard. Horacio Agustín Saldaño, “La Pantera Tucumana”, elegantemente vestido, sale del Luna Park y caminando hacia el Hotel Roma se para frente a un grupo de periodistas y dice con inocencia: “Hola muchachos, qué tal. ¿Como fue la pelea?”.
FUENTE: ELCIUDADANOWEB.COM
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