domingo, 23 de diciembre de 2018

JUNTOS PUDIERON HACER HISTORIA

DIEGO MARADONA- GOYO CARRIZO


Lo cuenta como si lo estuviera viendo ahora mismo.






“De acá a unas 20 cuadras, se hacían campeonatos de grandes, de ex jugadores de la D y de la C, tipos de más de 30. Con Diego éramos compañeros en Los Cebollitas pero rivales en el barrio; él jugaba para Estrella Roja, el equipo de la canchita de Don Maradona, y yo para Tres Banderas, el equipo de la canchita que había armado mi papá con un paraguayo y un chileno, de ahí el nombre. 





Una vuelta, en este campeonato, a un equipo del barrio le faltaban varios jugadores, porque habían ido a un torneo por mucha plata, entonces nos llamaron a nosotros para reforzarlo. Era para el día del padre, nosotros teníamos 13 años. Jugamos, terminamos empatados y hubo penales; el técnico me pidió que pateara uno. ‘Que vaya Pelu, que le pega mejor’, le dije. 




Pateó Pelu nomás. Y la metió. Y salimos campeones. Y después nos repartieron un dinero que para nosotros era… se imagina... un montón. Y con esa plata fuimos a comprar un regalo para el día del padre. No sabíamos qué comprar. ‘Yo le voy a regalar una petaquita de café al cognac a mi viejo’, le dije a Diego. A Don Maradona le gustaba mucho la ginebra, pero a mi amigo no le alcanzaba, entonces le dije ‘Tomá, Pelu’, y le di lo que me sobraba, y vinimos los dos con los regalos: yo con la petaquita de café al cognac y Diego con la ginebra”.




A Goyo le brillan los ojos de orgullo. También de nostalgia. Y de cierta tristeza, lo terminaremos de comprender en una hora, cuando avance la charla que está recién en sus primeros pasajes.

Goyo es Gregorio Salvador Carrizo, (“Salvador, mirá vos”, como se asombrará el propio protagonista al presentarse con nombre completo), 56 años, nacido el 21 de octubre de 1960, apenas 9 días antes que su amigo de la infancia, el Pelusa, al que llevó de la mano a probar a Argentinos Juniors a pesar de que la categoría 60 ya estaba completa, tras machacar con insistencia sobre la voluntad de Francis Cornejo, el entrenador de entonces. 

Goyo es el que nos recibe sentado en una silla de plástico, sobre piso de tierra, en la entrada de la casa de Jonatan, uno de sus seis hijos, enfrente de la propia, en el 188 de Chivilcoy, corazón de la siempre caliente Villa Fiorito. Y si Fiorito es el punto de partida de cualquier historia que se cuente sobre Maradona, para Goyo es el punto de partida, el desarrollo y el final. Nunca se fue, nunca se irá. 



Como tampoco se fue ni se irá la miseria ni el descaro de los gobernantes que someten a los habitantes de esta populosa localidad del conurbano bonaerense, del lado donde la General Paz se cruza con el Riachuelo, en el ángulo suroeste de la Capital Federal, a vivir entre bolsas de basura, desechos y autos abandonados que se acumulan en las calles.

Si Fiorito sigue siendo la Fiorito de los 70, Goyo, de algún modo, es el Maradona que podría haber sido y no fue. El Diego que nunca trascendió al barrio. Era casi tan bueno como su amigo el Pelu, pero una lesión de rodilla primero y una predilección por los duelos por plata en la zona antes que por el rigor de los entrenamientos en el club completaron el argumento.


Y para certificarlo, nadie mejor que viejo maestro Francis Cornejo, artesano que descubrió a Diego a los 8 años y armó aquella maravillosa orquesta de Los Cebollitas, invicta durante 136 partidos.


“Goyo fue el jugador que mejor acompañó a Maradona en toda su carrera –escribió en Cebollita Maradona, su autobiografía, en 2011–. Y lo digo yo, que me conozco de memoria la trayectoria de Diego. Ni en Argentinos, ni en Boca, ni en la Selección ni en Europa, Diego tuvo un compañero de la calidad de Goyo Carrizo. Con nadie se entendió tan bien, con ningún otro pudo jugar tan de memoria como jugaban ellos en aquel equipo de pibes. Se divertían como locos jugando, nunca vi una cosa igual. Eran los reyes del imprevisto. Sorprendían siempre. Hacían cosas increíbles que nunca más volví a ver en una cancha de fútbol. Y les juro que no exagero nada”.
Esta es la historia de Goyo. Y la del Pelusa. La del mejor jugador de la historia. Y la del Maradona que no fue.


-Aquí nos ve, señor, seguimos viviendo en el mismo lugar de siempre –arranca Goyo–. Ahí enfrente, en mi casa, se quedaba a dormir Diego y acá mismo estaba la canchita de Tres Banderas. Después tomaron el terreno y fueron haciendo casas, pero yo siempre conservé esta parte porque mi papá pagaba un alquiler desde el año 63.



-¿A Diego lo conociste en el colegio?

-De la estación para la Ribera, era todo campo y había un solo colegio, el Remedios de Escalada. Nos conocimos ahí, en un recreo, porque Diego iba al aula de enfrente. Había un lugar de 3x3 que el colegio cuidaba mucho, nadie podía pisarlo, tenía flores, y un día fui al recreo y había un nene pateando una bolsita rellena con papeles de alfajores. Lo vi solo, me acerqué y me puse a patear con él. Era Diego, teníamos 7 años, íbamos a primer grado. Y otro día nos cruzamos en la estación y le pregunté dónde vivía, y era en la calle Azamor, acá a cuatro cuadras. Y otro día me dijo: “Voy a ir con mi papá a patear al campo”, y allí nos volvimos a ver y ya no nos separamos más. En ese momento había vacas, caballos, no nos dejaban entrar, así que teníamos que romper alambres, cortar pasto, armar las canchitas, al principio los arcos eran de caña gruesa, porque acá había mucha caña, y después nos fuimos civilizando un poco. Y ya con canchita, empezamos a competir, Diego para Estrella Roja y yo para Tres Banderas. Y con 12 años ya nos ponían en campeonatos de grandes.


-¿Vos lo acercaste a Argentinos?

-A mí me llevó primero un albañil de acá que trabajaba en frente de la cancha de Argentinos. Había un montón de pibes, era casi imposible entrar. Nos estábamos cambiando para irnos y me tocan la cabeza. “Sos el único que va a quedar”, me dijo Francis. ¡Qué emoción! Empecé a ir y unos 2 o 3 meses después le fui a hablar: “Hay uno en el barrio que juega mejor que yo, ¿lo puedo traer?”. Eramos carne y uña con Diego. Francis no estaba convencido. “Ya está todo completo”, me decía. “Pero es mejor que yo”, le insistía. Al final aceptó y en esa primera prueba Diego hizo un desastre. Francis no creía que tuviera 8 años, pensaba que era un enano y lo estábamos engañando. Le pidió la cédula a Diego y no la tenía, entonces fue hasta la casa a pedírsela a la madre.


-¿Ese mismo día?

-Ese sábado, sí. Nos subió a todos en el rastrojero de Yayo Trotta, el padre de uno de los chicos, y vinimos para Fiorito. Lo atendió Doña Tota y le mostró la partida de nacimiento. Así empezó todo. La madre de Diego no estaba convencida de que entrara a Argentinos: eran 8 hermanos y ellos trabajaban todo el día y no podían llevarlos, entonces mi papá se hizo cargo los primeros años, nos llevaba y nos traía de acá al predio de Malvinas. Eran casi dos horas de viaje. Nos colábamos en el tren en Fiorito, después cruzábamos caminando el puente Alsina, que Diego siempre dice que para él era como cruzar el puente de Manhattan, y ahí nos tomábamos el colectivo. A la vuelta llegábamos dormidos a casa. Muchos viernes, como al otro día jugábamos, nos quedábamos a dormir en la casa de Jorge Cyterszpiler, que pasó a ser como un hermano mayor de Diego.

-La carrera de Diego la conocemos, ¿qué pasó con la tuya?

-Un año después del debut de Diego, con 17 años, empecé a entrenar con la Primera. Incluso llegué a practicar con la selección juvenil que armó Duchini y después fue campeón mundial en Japón con Menotti. “Mirá que el Flaco te quiere, eh”, me comentó Diego una vez. Un día vino acá Raúl Madero, que era el médico del Zurdo López en Argentinos y que después estuvo con Bilardo en la Selección, habló con mi papá, y les dijo que iba a hacer lo imposible para sacarme de acá, incluso consiguió que el club me diera un departamento, pero yo quise ir con mi hermana que había tenido familia y no la iba a dejar sola, pero me dijeron que era un solo ambiente, y medio que ahí me puse rebelde y me terminé quedando en Fiorito.


-Querían que descansaras mejor…

-Claro, porque, además, siempre fui muy vago para entrenar, y acá la gente me trataba muy bien y me venían a buscar de todos lados para jugar partidos por mucha plata. A mí me daban, no sé, 500 o 1000 pesos de ahora, y me iba a jugar a cualquier canchita de la zona, ya cuando estaba en la Tercera de Argentinos y me entrenaba con la Primera, eh. Una vez estaba citado en cancha de Huracán para jugar con la Tercera, pero la noche anterior jugué acá por plata, me doblé el tobillo y no pude ir. Diego debutó en el 76 y una vez, contra Platense, salí en el banco de suplentes. Eso fue lo más cerca que estuve de la Primera.


-O sea: a vos te querían sacar de acá, pero era más fuerte que vos…

-Sí, sí, por eso digo que Diego tenía una mentalidad adelantada desde chico, él quería triunfar en Primera, yo prefería jugar acá.


-Te complicó también la lesión.

-Fue en el 81, contra Ferro, un partido de Tercera que se había suspendido por la lluvia y se jugó entre semana, con casi todos jugadores de Primera. Llegué a la línea de fondo, enganché, me tocaron el pie de apoyo y me rompí los ligamentos de la rodilla derecha. Argentinos me dejó libre, enyesado y todo. Diego se estaba por ir al Barcelona y me acuerdo que me llevó al gimnasio de Adolfo Mogilevsky y me pagó los 6 meses de rehabilitación. “Recuperate que te voy a llevar a una segunda de España, al Granada”, me dijo, pero fui 20 días a kinesiología y no quise ir más.


-¿Cómo siguió?

-Con la pierna flaquita y algo rengo igual me las arreglaba para jugar por acá. Salió una chance en Dock Sud, empecé a entrenar, me venían a buscar, pero no quería ir en realidad. Después, un empresario paraguayo me llevó a jugar a Libertad: viajé y el libro de pases estaba cerrado, el tipo me abandonó en una pensión, y lo tuve que llamar a Eugenio Morel, el padre de Morel Rodríguez, al que conocía de Argentinos, y él me pagó el pasaje para volver. Jugué un regional en Azul, estuve en All Boys, y en un momento me iba a comprar una empresa, pero tuve una lesión en el barrio, saltamos a cabecear y se me produjo hundimiento de cráneo, mirá todavía se nota (agacha la cabeza, muestra el parietal con una marca). Estuve tres meses en coma en el Pirovano. Mis últimos tres clubes fueron Independiente Rivadavia, Talleres de Mendoza y Barracas Central, en el 90, con 30 años.


-¿Y a partir de ahí?

-No sabía ni levantar un ladrillo. El marido de una sobrina tenía una camioneta con la que iba a cartonear. Y empecé a ir con él. Abríamos las bolsas de basura, juntábamos botellas, cartón, cuando aparecía cobre, festejábamos y vendíamos los fines de semana por acá cerca.


Goyo juguetea con una boina que sostiene por momentos en su mano derecha y en otros encaja sobre su cabeza, hoy ya desprovista de pelo. Tiene seis hijos y seis nietos que se reparten en las dos casas enfrentadas de la calle Chivilcoy. Zulema (29), Jonatan (28), Bárbara (27), Gianinna (25), Diego Armando (17) y Cielo Celeste (15) son sus hijos. Sí: uno igual que su amigo y otro como su hija. En su casa son 9 para dos habitaciones. “Pero siempre alguno duerme en el comedor, igual estoy edificando arriba, de a poquito pero edificamos”, explica y por momentos su voz se pierde, en parte porque es él mismo quien baja el volumen, un modo de acompañar los pesares de su vida, y en parte por el rugido de los motores del autódromo, que queda a un puñado de cuadras.


En 2014 se estrenó El otro Maradona, una película de 80 minutos que cuenta su vida, y Goyo se queja del escaso dinero que le pagaron. Eso nos explica mientras nos trasladamos a la canchita que está a menos de 50 metros de su casa, esquivando el barro, latas oxidadas y basura de todo tipo, para sumar unas fotos de potrero. Nos acompaña Alex, uno de sus nietos, que le saca trucos a la pelota e invita a pensar en un futuro promisorio. Para la producción, Goyo viene con dos pelotas de las buenas. “Son de Chicago, pasa que uno de mis hijos trabaja en Mataderos, enfrente de la cancha, se les colgaron dos pelotas arriba de un árbol, bien alto, y mi hijo las bajó con una caña de pescar”, sonríe, pícaro.



Goyo transitó una etapa de depresión, casi no volvió a ver a Diego, observó chicos para recomendarlos a diferentes clubes (el Pity Martínez es su mayor trofeo) y en la década del 90 paró con La Doce, porque en su familia son todos de Boca. Incluso, en un momento en que el club se negaba a darle el pase a su hijo Jonatan, que estaba en inferiores, una llamadita a Rafael Di Zeo resolvió el asunto: Rafa fue a La Candela, habló con Griffa, pegó un par de golpes sobre la mesa, y al otro día Jony Carrizo tenía la ficha para salir libre. Goyo también les daba una mano a los popes: solía pasar a recoger los aportes de los futbolistas, los famosos sobres. “El más gordito siempre era el del Beto Márcico”, admite, y recuerda que Di Zeo le ofrecía un fajo de entradas para que le sacara el jugo en la reventa: “Nunca quise participar del negocio, yo solo le aceptaba 10 o 15 entradas para los chicos de Fiorito que tenían ganas de venir a la Bombonera conmigo”.


-Tuve una depresión de 3 o 4 años en la que no salía de mi casa, me venían a buscar a la madrugada para salir a robar, pero nunca quise ser parte de esas cosas.


-¿Por qué la depresión?

-Pensaba en todo lo que me había pasado. En ese tiempo se hablaba mucho de Diego, de que era el mejor jugador del mundo, y yo era su mejor amigo, y no poder hacer una carrera, pensaba: que me esté pasando esto... (y de golpe se quiebra y las lágrimas hacen fuerza por saltar de sus ojos).


-¿Por eso empezaste a ver jugadores?

-Sí, en esa etapa de depresión se acercó un muchacho de Villa Jardín, que coordinaba las infantiles de Huracán, y me propuso dirigir tres categorías que participaban en liga, no en AFA. Ahí los tuve a Romero Gamarra y a Espinoza. Con el Kaku dudaban porque era muy chiquito. “Hay que dejarlo, este es bueno”, les dije. En un momento apareció un hombre que traía jugadores de Mendoza y me pagó para que fuera a verlos y le marcara los mejores. Estuve tres días y vi más de 500 jugadores.


-De ahí sacaste al Pity…

-Sí, sí, era chiquito, jorobadito, no se movía, estaba al lado mío. Lo llamé y le dije: “¿Vos querés ir a Buenos Aires? Movete un poquito, entonces, que te quiero ver”. Tocó dos pelotas y dije: “Este pibe es un crack”. Lo traje, y como tenía mucho contacto con Griffa y Maddoni, porque mi hijo estaba en Boca, se probó en Casa Amarilla. “Es buen jugador, pero muy chiquito, y Boca no espera”, me dijeron. En ese ínterin fui coordinador en El Porvenir y lo llevé una semana a la pensión, también lo mostré en Banfield y lo rebotaron por lo mismo.


-¿Y entonces?

-En ese tiempo, mientras hacía el curso de técnico conocí a Roberto Fernández, que trabajaba con el empresario Marcelo Simonian. En un recreo, me preguntó si tenía algún pibe bueno. “Hay un mendocino que la rompe, hay que esperarlo, pero en 3 o 4 años juega en Primera, no tengo dudas”, le dije. Enseguida me llamó Simonian, me dijo que confiaba en mi mirada. Le dije que tenía tres jugadores: el Pity, Guillermo Benítez, que ahora salió campeón con Argentinos, y Gustavo Blanco Leschuk. “Elegí uno solo”, me dijo. Y me quedé con el Pity. Hizo venir a los padres, firmaron los papeles y lo dejó en Huracán.


-¿Cobraste por esas cosas?

-De Guillermo Benítez me había quedado con un 20%, hubo un empresario interesado y le vendí mi parte en 30.000 pesos, nada, ya se me fue toda, y ese pibe hoy debe valer 2 millones de dólares. Yo creo mucho en la gente, será por eso que quizás ande mal. Marcelo (Simonian) se portó bien, es buena gente, me fue dando plata en diferentes momentos y me dijo que cuando el Pity se venda a Europa me dará algo más. Yo no quiero ser millonario, soy feliz comiendo un asado una vez por mes.


-¿Tu idea es trabajar de eso, de ojeador de jugadores?

-Sí, porque otra cosa no sé hacer y porque me siento muy capacitado para mirar chicos. Me gustan los zurdos, porque siempre dan una cuota de más visión. El zurdo es diferente, el zurdo es bueno o es malo, no hay zurdos mediocres.


-¿Y Diego? ¿Seguís en contacto?

-No lo quise molestar. Desde que se fue a Europa lo vi tres veces. Una, cuando lo vendieron al Napoli; me hizo llamar con un primo que vive por acá y fui a su casa, en Devoto. Había mucha gente y al único que llevó a la cocina con su familia fue a mí, y me dijo que me cuidara, que lo que necesitara lo hablara con Lili, su hermana, pero jamás le pedí y ya casi no volvimos a vernos. La última vez fue en el 97 en un programa de Mauro Viale, que le hizo un homenaje e invitó a varios amigos para darle una sorpresa.


-Falta una…

-Esa fue muy especial, en 25 de Mayo. Diego se estaba preparando en un campo para el Mundial 94. Me había enterado por un muchacho del barrio que en una reunión con gente famosa, Diego estaba pasado y se quiso tirar por el balcón. Me puse muy mal, averigüé por un camarógrafo de Canal 11 la dirección del campo y me fui para ahí.


-¿Te recibió de una?

-Estaba en la tranquera con un montón de periodistas, pero alcancé a darle una carta a uno que entraba al campo con una camioneta. Al rato, veo que viene una camioneta levantando tierra a lo loco, tocan bocina, y gritan “Goyo, Goyo”, y yo me metí en el campo, Diego bajó y nos dimos un abrazo y llorábamos los dos. “No llores, si estamos juntos”, me decía Diego. Y después entramos en la casa y estuvimos como cuatro horas hablando en la habitación.


-¿Le contaste lo que te habían contado a vos sobre él?

-Sí, sí, y le decía: “Diego, yo ando mal, boludo, hay veces que no tengo nada para comer, a mi casa viene gente que me dice ‘vamo a meter caño’ o ‘vamos a vender droga’ y yo los saco cagando. Vos sos fuerte, dejate de joder, vos superaste un montón de cosas difíciles, no podés llegar a esto”.


-¿Qué te decía?

-“Sí, tenés razón”. Estábamos acostados frente a frente en las camas de Dalma y Gianinna. “Tenés razón, Goyo, pero esto es duro, no te metas en la droga, no te metas”, me decía. Después me dijo que me llevara unos pares de zapatillas, porque siempre calzamos igual los dos, 40.


-¿Por qué le pusiste Diego Armando a tu hijo?

-Porque en enero del 2000, cuando el Pelu casi se muere en Uruguay, justo nació mi hijo y lo quise homenajear. Mi mujer quería ponerle Nazareno, porque es muy religiosa, entonces quedó Nazareno Diego Armando. Y porque más allá de no verlo en tantos años, Diego siempre va a estar en mi corazón por todas las cosas que vivimos y que no se olvidan más. Acá pasamos necesidades, eso deja una marca. Nosotros íbamos con Diego a la quema a juntar galletitas. Acá cerca había una quema grande y cada tanto aparecían cadáveres, años 72, 73. Juntábamos huesos también, porque decían que los usaban para hacer jabones, los vendíamos por peso. Esas cosas no se olvidan, como cuando nos veníamos del entrenamiento dos horas de viaje, nos colábamos en el tren para comprar una porción de pizza entre los dos.

-¿Qué dice tu hijo del nombre?

-Está orgulloso, tiene la foto de Diego en la pantalla.


-¿Lo conoce?

-No.

-Si pudieras verlo hoy a Diego, ¿qué le dirías?

-Que tengo ganas de trabajar en el fútbol, que no me quiero llevar a la tumba lo mucho o lo poco que sé de fútbol, pero creo que sé bastante de esto.

Goyo no lo afirma con soberbia, mientras dibuja una especie de sonrisa entre triste y esperanzadora. Se despide agradeciendo la nota, después de tantos años en los que fue un fantasma inubicable no solo para los periodistas, sino para sus ex compañeros de infancia. Nos despide levantando el brazo, apoyándose en esa pierna derecha semicurva, culpa de una rodilla castigada prematuramente que aún hoy le recuerda lo que pudo haber sido y no fue.


Cerramos el círculo con una frase escrita por Francis Cornejo en las últimas páginas de su libro (2001), haciendo el uno por uno de sus Cebollitas.


“Para el final me quedó Gregorio Carrizo, Goyo, el gran amigo de Diego. Cuando me acuerdo de él siento una gran tristeza… La vida lo golpeó fuerte, me contaron que hoy está desocupado y que siente una gran frustración por no haber cumplido el futuro brillante que todos le augurábamos. Y me duele más todavía porque era un gran pibe. Por eso, de entre todos los Cebollitas quiero rescatarlo en estas páginas para rendirle homenaje. Porque se lo merece… y porque la vida, algunas veces, es terriblemente injusta”.

Por Diego Borinsky/ Fotos: Emiliano Lasalvia y Archivo El Gráfico.
Nota publicada en la edición de Agosto de 2017 de El Gráfico 

En tanto el sitio "ABC" FUTBOL lo recuerda asi:

«El fútbol es un arte, la pierna es un arte, y a mí me gustaba dibujar con la piernas», cuenta con nostalgia una de esas grandes promesas del fútbol que iba para estrella pero que nunca sabremos si hubiera tenido un hueco en el firmamento del deporte rey. 


Hablamos de Gregorio 'Goyo' Carrizo, el mejor amigo de la infancia de Diego Armando Maradona, cuya carrera se dirigía hacia el mismo y exitoso camino del «Pelusa», pero una fatídica lesión cuando apenas tenía veinte años acabó prematuramente con ella. Su historia se cuenta de manera brillante en el documental «El otro Maradona», de los directores Ezequiel Luka y Gabriel Amiel, que se estrena este sábado en Argencine 2015, la semana del cine argentino, que como cada dos años se llevará a cabo en la capital de España.


Goyo, como el «Pelusa», nació en Villa Fiorito, uno de los barrios más peligrosos y marginales de Buenos Aires, un 21 de octubre de 1960. Su amor por el fútbol le llevo a conocer a Maradona con tan solo seis años y desde entonces fueron inseparables. A los nueve formaron la dupla «Los Cebollitas», un equipo infantil que hizo historia al ganar de manera consecutiva 136 partidos. Goyo jugaba con el «9» y Diego con el «10» y la pregunta del millón era cuál de los dos tenía más calidad y talento. De hecho, cuarenta y cinco años después, a Carrizo se lo siguen diciendo por la calle: «¿Y si usted fue mejor que Maradona?»


Maldita rodilla

«Nuestro sueño era jugar los dos en Primera. Siempre lo decíamos, que empezaríamos los dos juntos y terminaríamos los dos juntos. No pudo ser, pero yo le doy siempre gracias a Dios por todo lo que le dio a Diego», comenta Goyo en el documental, que intenta bucear en la desgraciada historia del «Maradona que no fue» como le conocen en Villa Fiorito los vecinos que le vieron despuntar junto a Diego.



Una gravísima lesión del ligamento cruzado de su rodilla derecha, cuando ambos comenzaban a despuntar en Argentinos Juniors, truncó la halagüeña carrera de Carrizo. Nunca volvió a ser la estrella quecaminaba codo con codo junto a Maradona. Lo intentó de nuevo, pero se arrastraba por el campo. No le quedó más remedio que colgar las botas sin apenas haberlas disfrutado y cayó en una profunda depresión, pero sus seis hijos le ayudaron a recuperar las ganas de vivir. De hecho, su retoño más pequeño se llama Diego Armando. Hoy, con cincuenta y cinco años, se dedica a cazar talentos en su Argentina querida, mientras reflexiona en voz alta, con la melancolía propia de quién le tocó vivir una vida que no era la suya, «a mí se me escapó la escalera, no la tortuga».


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