UN VERDADERO HUMORISTA DE LA VIDA
POR: DAMIAN DIDONATO/REVIST UN CAÑO
POR: DAMIAN DIDONATO/REVIST UN CAÑO
DAMIAN DIDONATO
Había una cosa de goce, de disfrute contagioso en el Pinino Más. Tal vez saliera a la cancha tan preocupado o nervioso como cualquiera, pero la imagen, desde la tribuna, era la de un tipo que se moría de ganas de jugar. Y salía disparado desde el túnel como para comerse la cancha, como esos perritos que viven encerrados en un departamento y, de repente, los largan al parque. Oscar Más era, fundamentalmente, espectacularidad. Una suerte de acróbata circense que picaba a velocidad de vértigo y volaba por los aires cuando lo cruzaban, rodaba hecho una bola sobre el pasto, se ponía de pie con una cabriola, se tiraba de palomita como quien lo hace a una pileta. De esos jugadores que, en verdad, levantan a la tribuna, motivan, convulsionan, electrizan
Así habló el Negro Fontanarrosa de Oscar Más en su libro “No te vayas campeón” y no dan ganas de agregar mucho más. Sin embargo, la figura de Pinino merece muchas palabras. Porque es uno de los máximos goleadores de la historia de River y, sobre todo, porque con su fútbol alegró a una generación de hinchas. El Mono Más fue, ante todo, una especie de humorista del fútbol, un hombre que supo divertir con una pelota en los pies.
¿Por qué fue un loco? Porque dentro y fuera de la cancha se salió de la media. Porque fue diferente, porque desafió el orden establecido, porque quiso jugar a divertirse en momentos en los que el fútbol se estaba convirtiendo en algo demasiado serio. Porque desde su apariencia de compadrón simpático, como lo describe Fontanarrosa con maestría, se ganó el amor de pueblo. Con inventiva, habilidad y destreza.
Pinino era fundamental en todos los planteles que integró por dos cuestiones básicas: sus goles y su alegría contagiosa. Sus compañeros decían que tenía que ganar el doble, por el juego y por lo que representaba en la concentración. “Sin él esto sería un velorio”, repetían. Con sus ocurrencias antes, durante y después de los partidos mantenía el ánimo grupal bien arriba. Era capaz de acercarse a la mesa del entrenador, servirse un vaso de gaseosa y empezar a gritar: “¡Esto es vino! A ustedes no les dejan tomar vino y acá están tomando vino”.
Desde la más tierna edad se destacó como un jugador diferente. Cuando tenía doce años y jugaba en un pequeño club llamado Juvenil Porteño, su padre le consiguió una prueba en Boca. El entrenador era Juan Evaristo, quien lo conocía y tenía una especie de debilidad por el pequeño crack. Durante el partido hubo un penal. Le pidieron a Oscar que lo patee. Tomó carrera, miró para un costado y lo tiró afuera a propósito. Es que era fanático de River y jamás podría haber jugado en Boca. Algunos años después, su sueño se cumplió.
Más era wing izquierdo. Con este simple dato se puede empezar a entender un poco mejor su locura. Para convertirse en leyenda desde ese puesto, lo primero que hay que gambetear es la cordura. Y después, todo lo que se ponga enfrente. Pinino, además de tener todas las virtudes de un puntero tradicional, era un obsesivo del gol. Él le pegaba al arco, aunque no viera ángulo, aunque estuviera lejos, aunque la lógica indicara que pateando así no podía marcar nunca. Pero los metía igual. De a decenas, de a centenas.
Según una crónica de la revista El Gráfico, Oscar Más debutó en primera cuando el fútbol vivía una época de tristeza y avaricia. En 1964 había un fútbol de caja registradora, un fútbol-alcancía. Eran tiempos de de amarretismo total, de miseria futbolística espantosa, de absoluto predominio de los defensores sobre los delanteros, de goles que llegaban por cuentagotas. En definitiva, era un fútbol aburrido, que necesitaba la llegada de un atrevido que hiciera posible el cambio. Pinino fue ese hombre. Puso alegría en medio del sopor.
Fue Carlos Peucelle quien hizo debutar a la nueva joya de River. Apenas lo vio llegar al club de la mano de Ernesto Duchini, se enamoró de ese payasito desbordante de alegría, travesura, agilidad y potencia. El rival era Chacarita Juniors. Cuando lo mandó a la cancha, solo le dijo: “Bueno petiso, llegó tu hora. Entrá a la cancha pensando que estás en séptima división”. Cuando terminó el partido, se abrazaron y lloraron juntos. Era el comienzo de una era.
Pero su primera acción bajo las luces del fútbol grande fue antes del debut oficial. En un amistoso contra el Boca de Rattín y Roma, hizo una jugada que lo pintó a la perfección. Así la explicó tiempo después: “Me vino una pelota, abrí las piernas para dejarla pasar, se le fue entre las piernas a Carmelo Simeone y piqué con el Cholo atornillado al piso. En la jugada siguiente, me reventó”. Boca se convertiría en su rival favorito. Le convirtió doce goles y todavía hoy es el segundo máximo artillero del Superclásico.
Pinino era un fenómeno, pero enseguida se hizo una fama que lo acompañó toda su vida: la de teatrero y simulador. Los árbitros no le creían y los rivales aprovechaban para pegarle más todavía. Él exageraba y caía como si lo hubiesen acribillado cada vez que lo tocaban, pero le pegaban y mucho. De hecho, nunca evitó hablar sobre el miedo que le daban los golpes. Una vez, aceptó el pavor que le daba jugar contra el uruguayo Peta Ubiñas: “Sí es cierto, le tengo miedo, ¿por qué lo voy a negar? Pero no es miedo de pasar calor, de que no me la deje tocar, de que en algún tiro me revolee… No, es miedo de que me mate… Porque ese tipo es capaz de matarte adentro de una cancha. Y contra tipos así, no podés jugar al fútbol”.
Aunque sus bromas en el vestuario y en las concentraciones eran el combustible que necesitaba el grupo para afontar cada día, muchas veces no le salían bien. Una vez, junto con Daniel Passarella pusieron un balde de agua en la habitación del profesor Jairala. El objetivo era que se moje cuando abriera la puerta. El problema fue que quien entró fue Angel Labruna, trajeado como siempre. “Le chorreaba el agua de la cabeza, los anteojos, hasta los pies. Verlo así me hizo cagar de risa pero después me puteó toda la semana. Y teníar azón”, recordó el Mono.
Sus anécdotas con Boca son demasiadas como para enumerarlas todas. Con Antonio Roma tenían un duelo particular. En una ocasión, se cruzaron antes del partido y el delantero le dijo: “soñé que te hacía un gol”. La respuesta del arquero fue: “si me hacés un gol me hago cura”. Por supuesto, el Mono marcó un golazo y le gritó a su rival: “con este gol podés hacerte Papa”. Roma, caliente, le contestó: “andate a la puta que te parió”. Para el arquero, Más contra él tenía “mucha suerte”.
En 1966, River le ganó a Boca después de once años. Así recuerda Más aquel día histórico: “Les arruinamos la fiesta porque era el cumpleaños de Boca. Yo hice dos y uno Ermindo, que había errado un penal. Terminé abrazado con él, cantando el feliz cumpleaños. ¡Cosas de pendejos! Lo curioso fue que los dos goles que hice fueron iguales. En distintos arcos pero idénticos. Pateé desde la punta izquierda del área y la pelota entró por el mismo lado. Una goleada inolvidable que la seguimos festejando en el Monumental”.
También fue protagonista de uno de los Superclásicos más inolvidables: el 5-4 en cancha de Vélez en 1972. Con dos goles del Mono, River logró un triunfo que todavía se festeja. En medio del partido se produjo un diálogo hermoso con otro loco: Rubén Sánchez, el arquero de Boca. “Esta sí que es la máxima. ¿Puede ser posible que con lo “soretito” que es el Mono, me haga dos goles de cabeza?”, dijo el guardavallas. La respuesta del delantero fue: “Sabés lo que pasa Loco, es que éste soretito salta. Es el único sorete que salta. ¡Qué vas a hacer!”
Una noche en Mar del Plata, fue al casino. La ruleta lo dejó seco. Alguien le prestó unas fichas para que no se perdiera las últimas tres bolas y el Mono las distribuyó por la tercera docena. Cuando el croupier arrojó la bolita, comenzó a transmitir: “La tiene Dominichi, se la entrega a Laraignée, pase para Daniel Onega, pica Pinino Más…” Y cuando el croupier cantó “colorado el 35”, Pinino gritó “gooooool” y repitiendo el grito, comenzó a correr festejando alrededor de la mesa para terminar abranzando al croupier. Se acercó el jefe de mesa y le dijo: “me compromete al personal”. Y el Mono lo abrazó a él también.
Su afición por la timba terminó mal, ya que hace poco admitió una ludopatía que lo hizo hacer cosas de las que se arrepiente, como mentir y hasta robar. Aquella cámara oculta en la que estafaba a pibes para hacerles una prueba en River que jamás iba a llegar es la prueba más concreta de su adicción. El club lo ayudó y hoy Pinino todavía la sigue peleando.
Más sabía que era un crack y caminaba por la vida haciendo gala de esa certeza. En un partido con River sufrió una grave lesión y debió ser intervenido. Apenas lo terminaron de operar fue al entrenamiento con yeso y todo. Tanto insistió en que lo dejaran patear que al final le dieron el gusto. Entoces, se acomodó con la de yeso y le dio el derechazo en comba. En ese momento ocupaban el arco Perico Pérez y Hugo Carballo. Saltaron los dos a buscar el chanfle de Pinino y chocaron en el aire mientras la pelota se metía. “Je. Eso fue porque le pegué con la pierna sana. Y porque nada más eran dos arqueros… Pongan también a Barisio y les pateo con la enyesada”.
Esa operación le sirvió para mejorar su disparo con la pierna derecha. En eso tuvo mucho que ver Renato Cesarini, que tiempo antes le había recomendado practicar contra un frontón. El Tano, como Evaristo, Peucelle y Labruna, lo tenía al Mono como una de sus debilidades. “Ese el único animal que desde posición bien cerrada, en vez de hacer el pase atrás, le pega al primer palo y la mete. Gremialmente es un mal compañero. Porque al arquero que le hacen un gol al palo de él, como los de Mas, hay que matarlo…” afirmó alguna vez.
“Yo siempre todo me lo tomaba en joda. Para mí el fútbol fue diversión y entretenimiento, nunca dramatismo”. Durante sus más de veinte años de carrera, Pinino no hizo más que confirmar con acciones esas palabras. Fue un hombre que usó la pelota para divertir y divertirse. Bendito sea.
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