viernes, 28 de octubre de 2022

RINAT DASAYEV

"EL ACERO" SOVIETICO

FUENTE: "KODRO MAGAZINE"

Rinat Faizrajmánovich Dasáyev es considerado el segundo mejor portero ruso de la historia por detrás del Balón de Oro Lev Yashin, y uno de los mejores del mundo durante la década de los años 80. Su difícil vida personal, a causa de las limitaciones políticas de la Unión Soviética, se llevó por delante su carrera profesional y casi su vida en una historia llena de sufrimiento e injusticia.




Rinat, de origen tayiko, nació el 13 de junio de 1957 en Astracán, al sur de Rusia, en el delta del Volga, en el mar Caspio. Alto (1,89 m), flexible, con gran percepción, asombrosos reflejos y capacidad de liderazgo, fue considerado el digno sucesor de su camarada Lev Yashin.

Dasáyev fue sin duda alguna uno de los mejores del mundo en la década de los 80, galardonado con el premio al mejor portero del año en 1988 por la Federación Internacional de Historia y Estadística del Fútbol (IFFHS). En 1999, fue elegido el 16º portero europeo del siglo XX, junto al italiano Gianpiero Combi, y el 19º del mundo. En 2004, fue nombrado por Pelé (Edson Arantes do Nascimento, «Pelé») como uno de los 125 Mejores Jugadores del Mundo, en el marco de las celebraciones del 100º aniversario de la FIFA.

Con los apodos de «El Telón de Acero» y «El Gato», fue el portero titular del Spartak de Moscú durante la mayor parte de la década de 1980, conquistando la Liga Soviética en dos ocasiones, en 1979 y 1987, y siendo nombrado 6 veces Mejor Portero Soviético, mientras que en 1982 fue nombrado Futbolista Soviético del Año. Se retiró a principios de la década de 1990, tras expirar su contrato con el Sevilla FC español. Jugó con la selección nacional soviética en los Juegos Olímpicos de 1980 y participó en los Mundiales de 1982, 1986 y 1990, llegando a la final de la Eurocopa de 1988, disputando 91 partidos internacionales entre 1979 y 1990, el segundo rebote de entradas para la Unión Soviética.

De pequeño Rinat se dedicó a la natación, participando en competiciones soviéticas para niños, pero tras una operación en la mano, abandonó la natación y a los 9 años se inscribió en los departamentos de la organización de su ciudad natal, el Volgar de Astracán. Se inició como profesional en este club, debutando el 5 de agosto de 1975, con una derrota por 0-2, a domicilio ante el Terek de Grozny. Al año siguiente, participó en 26 de sus 40 partidos ocupando una posición clave, desplazando así a su compañero Youri Makov.

Jugó por última vez con el Volgar el 11 de septiembre de 1977, cuando su talento fue descubierto por el Spartak de Moscú, que acababa de descender a la Segunda División de la Liga Soviética, lo que le convenció para formar parte de su plantilla con la promesa de poder disfrutar de minutos. A pesar del contratiempo de ser operado de los meniscos de ambas rodillas, a los 20 años ya era insustituible bajo palos.

Con Konstantin Beskov en el banquillo, en aquella época en el Spartak tuvo que competir con Valeriy Lobanovskyi, del Dinamo de Kiev por ser el mejor portero ruso del momento. Permaneció en la plantilla del Spartak hasta 1988 y durante ese tiempo participó en 335 partidos, celebró un campeonato de la categoría B en 1977 y otros dos de la categoría A’ en 1979 y 1987, además de debutar en el grupo representativo de la URSS en 1979.

En 1988, aprovechando las políticas promovidas por el último líder de la Unión Soviética, Miguel Gorbachov, logró salir de la URSS y pudo conseguir un traspaso a España para jugar en el Sevilla FC gracias a una de las cuatro licencias (una especie de salvoconducto) concedidas por el Ministerio de Deportes soviético a futbolistas, dejando a su mujer e hija en la Unión Soviética. El Sevilla desembolsó 2 millones de dólares para hacerse con él, una cantidad récord para los porteros de aquella época.

A pesar de ser uno de los mejores del mundo, el seleccionador federativo Valeriy Lobanovskyi sentía aversión por todos los que abandonaban la URSS para luchar en el extranjero, mostrando preferencia por los jugadores que se quedaban y especialmente por los del Dinamo de Kiev. Futbolistas como Oleksandr Zavarov, Sergei Aleinikov y Vagiz Khidiyatullin tuvieron problemas, y a Dasáyev se le excluyó de la Copa del Mundo de 1990 tras el primer partido, la derrota ante Rumanía por 0-2, el 9 de junio de 1990, supuso la ruptura definitiva de las tensiones entre ambos.

Dasáyev llegó a Sevilla el 21 de noviembre de 1988 y el 30 de noviembre debutó en el campeonato español contra el Real Madrid en un empate a uno haciendo uno de sus mejores partidos en España. Unas semanas más tarde, su mujer y su hija llegaron a Sevilla, pero tuvieron que regresar casi inmediatamente porque el sueldo del portero no era suficiente para mantener a las tres en el país ibérico. En octubre de 1989, se convirtió en el gran señalado de una dolorosa derrota ante el Real Madrid en un partido en el que el Sevilla fue derrotado por 2-5.

El alcoholismo llegó a su vida con la marcha de su mujer e hija y las críticas por sus pobres actuaciones en La Liga, Dasáyev empezó a perder la confianza en sí mismo. Pronto se convirtió en el cuarto extranjero, mientras que durante este período, tuvo un primer accidente de coche causado por el abuso del alcohol, rompiéndose la mano. Su club le propuso ir a Suiza para recuperarse, pero lo rechazó. Depuesto e incapaz de soportar el ridículo, se retiró del fútbol poco después, en marzo de 1991, y al final de la temporada, con menos de 34 años, se retiró de la actividad. Había podido participar en 59 partidos del club español.

Fue 91 veces internacional con la URSS, y estas participaciones le sitúan en el segundo lugar de los jugadores soviéticos con más apariciones internacionales, después de Oleh Blokhin. Su primer partido con la selección nacional de la URSS tuvo lugar el 5 de septiembre de 1979, contra Alemania Oriental (1-0). Consiguió la medalla de bronce en los Juegos Olímpicos de 1980 en Moscú y fue una de las revelaciones del Mundial de 1982, sobre todo en el partido de la selección escocesa, donde el equipo soviético fue eliminado de las semifinales por la diferencia de goles con Polonia.

El 10 de octubre de 1984 jugó su primer partido al frente de la Unión Soviética, un empate a uno con Noruega, en la fase de clasificación para el Mundial de 1986 en México. Finalista de la Eurocopa de 1988, recibió uno de los mejores goles de la historia del fútbol mundial por parte de Marco Van Basten en la final.

 

jueves, 27 de octubre de 2022

DIA DEL ENTRENADOR DE BOXEO SE CONMEMORA EL 27 DE OCTUBRE

EN HOMENAJE A AMILCAR BRUSA 

FUENTE: "AIRES DE SANTA FE"/"JULIO CANTERO"

Hace once años, la noticia nos paralizó e, inicialmente, nos resistimos a creerla. No podía ser si, toda su vida, salió airoso de cuanta batalla librara… Pero era dolorosamente cierto: el jueves 27 de octubre de 2011, a los 89 años, había muerto Amílcar Oreste Brusa. Quien hizo un culto de la honradez. Una religión del sacrificio y el trabajo serio y responsable. Y por quien –aquí y en cualquier lugar del mundo– inflaremos el pecho con infinito orgullo porque fue un ejemplar embajador de la Provincia Invencible de Santa Fe.




Brusa nació en Colonia Silva, Abipones o Desvío Kilómetro 140 –a esta localidad del departamento San Justo, ubicada a 140 kilómetros de nuestra capital, se la conoce indistintamente con estos tres nombres– el 23 de octubre de 1922, pero fue anotado en la ciudad de Santa Fe el 28. Fue el primogénito (y único varón) del matrimonio de Pedro Porfirio Brusa –quien administraba y estaba al cuidado de casi 1.500 hectáreas de campos de la zona– y Carmen Rosa Céttolo, ama de casa. Tuvo dos hermanas, Elva Elsa y Nelly, ambas ya fallecidas. “En esa época, el pueblo eran tres casas y la estación del ferrocarril. Yo trabajaba en el campo, y después estudié en Marcelino Escalada, donde hice la primaria. Por eso, muchos creen que nací ahí, lo que es erróneo –aclaró mil veces–, y seguí los estudios en Santa Fe”, recordaría.

 

Brusa comenzó a practicar boxeo en nuestra ciudad y se entrenaba a las órdenes de Juan Luis Crespi –campeón argentino amateur– y, como aquí había pocos pesados, el técnico lo llevó a Buenos Aires. El entrenador de Crespi era Juan Manuel Morales quien, también, lo fue de Amílcar. Muchos años después, el Maestro jamás se olvidó de Morales, a quien siempre reconoció como su verdadero mentor, ya que le enseñó todo lo que después transmitió a sus dirigidos.

Con sus destacadas actuaciones, el fornido Brusa, quien medía 1,90 metro, ya hacía ruido en el Luna Park. Perdió una final del torneo Guantes de Oro, pero fue campeón en Novicios y de los Barrios y, luego de cinco peleas más, se quedó con el siguiente Guantes de Oro, con la yapa del reconocimiento de la revista El Gráfico como la gran figura del certamen en el que se coronó.

 

Corría 1948 y, en la final del Selectivo de cara a los Juegos Olímpicos de Londres –los primeros que se disputaron luego de la II Guerra Mundial–, Amílcar perdió con el bonaerense Rafael Iglesias quien, en la capital británica, se alzaría con la medalla de oro entre los pesados, junto con el mendocino Pascual Pérez, en mosca. A la fecha, fueron las dos últimas preseas doradas del boxeo nacional en Juegos Olímpicos.

 

Aunque también fue luchador de catch –algunos todavía recuerdan al Enmascarado Rojo–, en su corazón y en su alma ya crecía el sueño de volcarse a la dirección técnica. Observador, analista y estudioso como muy pocos, Amílcar dio sus primeros pasos aprendiendo de dos monstruos consagrados que visitaron Buenos Aires: los morenos estadounidenses Sandy Saddler (rey mundial pluma, cuyo nombre de pila era Joseph, quien nació en Boston el 23 de junio de 1926 y murió el 18 de septiembre de 2001, a los 75 años) y Archie Moore (monarca mediopesado, cuyo verdadero nombre era Archibald Lee Right, nacido el 13 de diciembre de 1916 en Benoit y que falleció el 9 de diciembre de 1998, a los 81).

 

A mediados de mayo de 1951 –ya radicado en la ciudad de Santa Fe–, Brusa comenzó a entrenar púgiles. Su trabajo se repartía entre el Banco Español –del que era empleado– y los gimnasios de Asoem y Unión –del que fue hincha desde siempre–, donde enseñaba los fundamentos del pugilismo. Así fueron pasando por sus manos muchos que, poco después, comenzaron a brillar con luz propia en los rings de nuestra ciudad, la provincia, el resto del país y, también, en todo el mundo. Pero, lo mejor, todavía estaba por venir…

 

A principios de 1960, el Maestro conoció en el gimnasio de Unión –ubicado en el subsuelo de la actual sede Tatengue– a un pibe que, con apenas 17 años, siete peleas en el campo aficionado, desengañado por cuestiones de bolsas incompletas, que tenía hambre de gloria –y también del otro, porque su estómago estaba casi siempre más vacío que lleno–, fue a pedirle que sea su entrenador. Había nacido en San Javier, vivía hacía casi ocho años en nuestra ciudad y se llamaba Carlos Monzón.


El sábado 30 de julio de 1977 y, en el estadio Louis II de Montecarlo, Carlos Monzón, 
el indiscutido rey de las 160 libras o 72,574 kilos, le GPP 15 (unánime) 
al colombiano Rodrigo Valdés y retuvo por 14ª vez sus coronas medianas AMB-CMB. 
Esta fue la 100ª y última pelea de Escopeta –a las órdenes de Brusa desde 1960– 
quien, esa noche, colgó definitivamente los guantes. 
Lo acompañan el santafesino Miguel Ángel Cuello (quien fuera campeón mediopesado CMB, 
y el segundo que coronó el Maestro), y el doctor Elías Córdova, el por entonces presidente de la AMB.

 

Nunca más se separaron. De la mano de Brusa y, con el Maestro en su rincón, Escopeta –bautizado así por el periodista, árbitro, juez y estadígrafo santafesino Julio Juan Cantero– hizo 80 combates amateurs y 100 como profesional. Es más, en las tres derrotas de Carlos como rentado, Brusa no estuvo con él, ya que fue atendido por Genaro Ramusio, quien trabajaba con Amílcar en el Luna Park. “Nunca lo vi perder en su carrera rentada”, se enorgullecía siempre Amílcar al rememorar los 17 años que compartió con Carlos, desde sus inicios como aficionado hasta el retiro de éste, el 29 de agosto de 1977, como rey AMB-CMB mediano.

¿Qué podemos decir del más grande púgil profesional de la historia del boxeo criollo, uno de los mejores del mundo y que se ganó, con absoluta y total justicia, el mayor reconocimiento, respeto y crédito a nivel internacional que ningún otro boxeador argentino haya logrado –y creemos que ninguno lo superará– jamás? “El 7 de noviembre de 1970, cuando Carlos le ganó el título a Nino Benvenuti, fue uno de los días más felices de mi vida. Para mí, ésa fue su mejor pelea, ya que iba de punto total y, salvo muy pocos, nadie daba dos mangos por él. Monzón paralizaba el tráfico en Roma o en París, el príncipe Raniero III de Mónaco lo invitaba a su palacio, las mujeres se morían por él y, en 1983, seis años después de su retiro, entró en el Hall de la Fama del Boxeo de Canastota, Nueva York. Fue un verdadero grande, marcó un récord de 14 defensas del título en su categoría –y del que tuvieron que pasar casi 24 años que se lo batieran– y, por eso, a los que me preguntan «¿cuándo saldrá otro Monzón?», yo les respondo que nunca, porque nunca habrá otro como él”, elogió el Maestro al inolvidable e indiscutido campeón de la ciudad, provincial, argentino, sudamericano y mundial unificado mediano, la única categoría en la que combatió el sanjavierino.

 

Brusa recibió uno de los mayores reconocimientos a su labor de parte de Angelo Dundee quien, entre otros, entrenó a dos verdaderos fenómenos: Muhammad Ali y Sugar Ray Leonard. Cuando Escopeta aplastó al cubano-mexicano José Ángel Mantequilla Nápoles el 9 de febrero de 1974 en París, el afamado técnico estadounidense se acercó y, mirándolo a los ojos, le dijo: “Brusa, ¡qué bueno es tu negrito! No le pegan casi nunca, te martiriza y, encima, te rompe de a poco. Tu pupilo es lo más práctico que vi”, fue el elogio para el entrenador santafesino.

 

El 21 de mayo de 1977, Amílcar consagró a su segundo campeón mundial: 

fue Miguel Ángel Cuello –quien noqueó al estadounidense Jesse Burnett en Montecarlo y se alzó con el cetro mediopesado CMB– que se convirtió en el segundo monarca (de los 11, siete hombres y cuatro mujeres, que se coronaron a la fecha) nacido en la Provincia Invencible.

 

Pero su relación con Juan Carlos Lectoure –promotor y titular del Luna Park– estaba rota desde el año anterior y, por ello, Tito no le programaba a sus púgiles. Ese 1977 marcó un quiebre en la trayectoria de Brusa. En un país que mide su humor diario en la bolsa de valores de los demás y que se olvida de todo, menos de su propio ombligo, el Maestro se despidió de Blanca Catalina Florit –su esposa– y de Ricardo, Susana y Ofelia –sus hijos– y se fue por primera vez de la Argentina. Sí, nuestra crónica estupidez parece incurable. Por ello, huelga preguntarnos por qué, muchas veces, nos va como nos va…

 

Entre 1977 y 2006, Brusa dictó cátedra y consagró nuevos campeones mundiales trabajando en Cali, Cartagena y Barranquilla (Colombia); Caracas (Venezuela), y Miami, Los Angeles, Las Vegas y Nueva York, Estados Unidos. En 1995, regresó a nuestro país y, hasta 2001, fue el director del gimnasio José Oriani de la FAB. Posteriormente, retornó a Los Angeles, donde estuvo a cargo de La Brea Boxing Academy.

 

Asimismo, fue distinguido como Entrenador del Año (1990), Entrenador Latino del Año (1995) y Entrenador de la Década (2000), todos por la AMB y, también, integra el Hall de la Fama de esta entidad, la más antigua de las que rigen este deporte a nivel mundial.


El domingo 10 de junio de 2007, Brusa ingresó al Hall de la Fama del Boxeo Internacional de Canastota, Nueva York. Desde la izquierda, el mexicano Ricardo López, el zurdo estadounidense Pernell Whitaker, el mexicano José Sulaimán Chagnón (quien era el presidente del CMB), el panameño Roberto Durán, y el Maestro, quien fue el sexto argentino (y el segundo santafesino) cuyo nombre se inmortalizó en el Olimpo de los consagrados de todos los tiempos.

 

Siempre con su estilo de ir hasta el hueso con su análisis, Brusa solía recordar a quien correspondiera: “El boxeo es una gran obra social que algunos funcionarios del Gobierno no quieren ver. Un chico que sale de una villa va a un gimnasio y, primero, se forma como persona; después sube al ring y, más allá de llegar o no a un campeonato mundial, tenemos la certeza de haber formado un hombre de bien para nuestra sociedad”.

 

A fines de 2005, la Cámara de Diputados de nuestra provincia lo declaró Ciudadano y Deportista Ilustre de Santa Fe, por “su condición de profesional ejemplar, y por su capacidad ampliamente demostrada en una prolífica y dilatada trayectoria”. En esa oportunidad, el Maestro señaló que “ésta es la primera vez que, alguien en mi provincia, me tributa un homenaje y reconocimiento por mi labor después de más de medio siglo dedicado a esta profesión. Por eso quiero agradecer a la Cámara de Diputados este acto que me llena de orgullo y satisfacción, y seguiré trabajando varios años más, hasta que un día, en algún lugar del mundo, diga basta y volveré, como siempre, a la Santa Fe que tanto quiero y amo”, aseguró.

Y cumplió ya que –hombre de palabra si los había–, a fines de 2006 regresó definitivamente al país. El domingo 10 de junio de 2007, recibió el máximo reconocimiento –y para todos los tiempos– ya que, su nombre se inscribió en el legendario International Boxing Hall of Fame (Hall de la Fama del Boxeo Internacional), sito en Canastota, estado de Nueva York. El Maestro fue el sexto argentino y el segundo santafesino en hacerlo ya que, en primer lugar, lo había hecho Carlos Monzón, su obra cumbre. Además de Escopeta y el Maestro, los otros cuatro criollos cuyos nombres fueron inmortalizados en el auténtico Olimpo de los grandes del boxeo son Pascual Pérez, Juan Carlos Lectoure, Víctor Emilio Galíndez y Nicolino Locche.

 

A fines de junio de 2007, el Maestro asumió como director de la Academia de Boxeo de la Unión del Personal Civil de la Nación (UPCN) de nuestra ciudad, cargo que desempeñó hasta su adiós y, en todo momento, demostró que, por más que sus documentos consignaran que cuatro días antes de su partida había cumplido 89 años, su apego por el trabajo serio y responsable fue su marca registrada hasta el fin de sus días.

 

El sábado 24 de octubre de 2009, al día siguiente de cumplir 87 años, Brusa ingresó al Salón de la Fama del Boxeo Mundial de Los Angeles, California. Además, el martes 20 de julio de 2010 y, en el Quincho de Chiquito, se presentó En el Ring de la Vida –obra del destacado colega santafesino Javier Adolfo Valli–, las biografías del Maestro y Agustín Carlos Uleriche, dos sinceros y leales amigos y orgullos de esta tierra.

 

El lunes 21 de julio de 2010 y, en el primer reconocimiento a nivel nacional que se le realizó, el Maestro fue distinguido por la Cámara de Diputados de la Nación por “su prestigio y trayectoria mundial en la condición de entrenador profesional de boxeo. Por ello, hacer referencia al pugilismo es destacar también la tarea y destreza de grandes campeones que colocaron a la Argentina entre las potencias de este deporte. Pero no se puede hablar de boxeo sin mencionar la participación de Amílcar Brusa, hacedor de gran parte de esta historia. Respetado en todo el ambiente del boxeo aquí, y en cualquier parte del planeta, fue incluido en el Hall de la Fama de Nueva York como muestra del respeto que este deporte le debe”, rezaba la resolución.

 

El domingo 3 de abril de 2011, el Maestro perdió a Blanquita, su compañera de toda la vida la cual, como él mismo decía, “fue padre y madre cuando yo me tuve que ir del país”. Brusa, quien jamás reculó ni para tomar carrera, le puso el pecho a la mala nueva, pero ya no fue el mismo. El viernes 27 de mayo siguiente, en el cine América de nuestra ciudad, se estrenó El Hombre de los Guantes, la película sobre su vida del realizador santafesino Alejandro Agresti.

 

El viernes 12 de agosto de 2011, en Río IV, Córdoba, la jujeña Alejandra Marina Oliveras se convirtió en su 15ª campeona mundial (Locomotora fue la primera y única mujer, y sexta argentina coronada por el Maestro) pero, sólo diez días después, el lunes 22, Brusa recibió otro golpe demoledor: esta vez, se había ido Chiquito Uleriche.

Además de los 15 campeones mundiales que consagró –a quienes entrenó o asistió en su rincones cuando se coronaron–, en la trayectoria de Brusa también se encuentran casi 20 monarcas amateurs y, además, siete campeones argentinos (Marcial Franco, Hugo Mauricio Bidyerán, Carlos Monzón, Jacinto Horacio Fernández, Héctor Ricardo Sotelo, Francisco Antonio Mora y Diego Martín Díaz Gallardo); un sudamericano (Monzón) y cinco latinoamericanos (Luis Acosta, Jacinto Horacio Fernández, Carlos Manuel del Valle Herrera, Luis Mendoza y Carlos Hernández).


En su inigualable trayectoria, Brusa coronó 15 campeones mundiales (14 varones y una mujer), seis de ellos argentinos (tres santafesinos). La lista la completan un dominicano, seis colombianos, un venezolano, y un estadounidense.

Brusa –a quien conocimos desde que tenemos uso de razón– fue un señor con mayúsculas, un ser único e irrepetible y que tendrá por siempre un lugar destacado en nuestros corazones porque, su vida y trayectoria ejemplar, será el camino a seguir para todos los hombres de bien. Hace ocho años, Brusa se convirtió en leyenda. Por eso, descanse en paz, Maestro. Tenga la seguridad que jamás lo olvidaremos y, su partida, no será tal ya que, los grandes –como lo fue usted–, viven para siempre.

miércoles, 26 de octubre de 2022

EL DIA QUE SE RETIRO PETER SHILTON

FUE EN EL LEYTON ORIENT 96-97

FUENTE: "KODRO MAGAZINE"

Peter Leslie Shilton se mantuvo como profesional durante 30 años, llegando a los 1.390 partidos oficiales en su última etapa en activo con el Leyton Orient Football Club durante la temporada 1996-1997. Convocado por Inglaterra en los Mundiales de 1982, 1986 (recordado por ser el guardameta que recibió los tantos conocidos como ‘La mano de Dios’ y el ‘Gol del Siglo’) y 1990, y en la Eurocopa de la UEFA de 1980 y 1988.




Además de su legendaria etapa en el Nottingham Forest, con el que ganó muchos honores, entre ellos dos Copas de Europa, una Supercopa de la UEFA, el campeonato de la Primera División y la Copa de la Liga de Fútbol. Considerado por la IFFHS como uno de los diez mejores porteros del siglo XX.

El noviembre de 1996, en un intercambio por Les Sealey, de 39 años, llegó al Leyton Orient de la League Division 3 procedente del West Ham. Había algo diferente cuando se veía a Peter Shilton de portero del Leyton Orient, en su debut hizo una parada estupenda, varias buenas y solamente fue batido por un buen gol. Se concentró al máximo y cada vez atacaban gritaba a sus defensas.

 El 23 de diciembre de 1996 jugó su partido número 1.000 contra el Brighton & Hove Albion, que fue retransmitido en directo por Sky Sports y estuvo precedido por la entrega por parte de la Liga de Fútbol Inglesa de una edición especial del Libro Guinness de los Récords. Acabó bien: ganó su equipo por dos a cero y se le vio gritar a sus colegas.

Jugó cinco partidos más antes de retirarse con 1.005 partidos de liga a la edad de 47 años, al final de la temporada 1996-97. En el momento de su retirada, era el quinto jugador de mayor edad que había jugado en la Football League o en la Premier League.


martes, 25 de octubre de 2022

Y UN DIA DIJO ADIOS

A 25 AÑOS DE LA DESPEDIDA DEL FUTBOL PROFESIONAL DE MARADONA 

FUENTE: "MARCA"


La figura de Diego Armando Maradona en el fútbol argentino es indiscutible, más aún desde que en 1986 levantase la Copa del Mundo ante la selección de Alemania. Sin embargo, en este 25 de octubre, se cumplen 25 años desde que el Pelusa jugase su último partido como profesional. Fue ante River y en el Monumental.




Despedida con triunfo

Un Superclásico es el partido más importante del país, y un momento ideal para que un jugador de la talla de Maradona se despidiese del fútbol profesional. El resultado final del encuentro fue 1-2 a favor del Xeneize.

El balance de Maradona ante River es muy positivo. De hecho, el Pelusa sólo perdió un encuentro ante el Millonario, llevándose la victoria en tres y empatando otros tres, convirtiendo cinco goles en total ante su máximo rival.

Aunque Maradona es una absoluta leyenda de Boca, lo cierto es que sólo pudo salir campeón en una ocasión con el club de La Bombonera. Fue en agosto del año 1981, cuando levantó el Metropolitano Argentino y el Pelusa anotó un tanto desde el punto de penal.

Según "TyC SPORTS": Menos de una semana después, el 30 de octubre de 1997, Maradona le puso fin a su gloriosa carrera y, con una Copa del Mundo abajo del brazo y el amor eterno desde Nápoles a La Boca, colgó los botines: "Con todo el dolor del alma ha llegado el momento de anunciar mi retiro. Se terminó el jugador de fútbol. Nadie está más triste que yo. Mi papá se fue llorando de mi casa y yo le prometí que cuando pasara una cosa así, largaba todo".

"Este retiro es definitivo, me lo pidió mi viejo llorando. No puede ser que mi familia sufra tanto con cada control antidoping, que la ola de rumores nos envuelva”, continuó el ídolo máximo, que venía siendo protagonista de un supuesto doping positivo que había desestabilizado el ánimo de Don Diego, su padre.


viernes, 21 de octubre de 2022

CUANDO DIEGO ARMANDO MARADONA DEBUTO EN PRIMERA DIVISON

FUE UN 20 DE OCTUBRE DE 1976 

FUENTE: "EL GRAFICO"

Po­bre 1976. Tu­vo un so­lo día pa­ra re­cor­dar. Ese miér­co­les 20 de oc­tu­bre fue un día del ca­ra­jo en un año de mier­da.


Ba­jo el sol pri­ma­ve­ral, on­ce ju­ga­do­res de Ar­gen­ti­nos Ju­niors in­gre­sa­ron a su can­cha pa­ra en­fren­tar a Ta­lle­res de Cór­do­ba por la oc­ta­va fe­cha del Na­cio­nal sin dar­se cuen­ta de que un ra­to des­pués en­tra­rían en la his­to­ria. Ha­cia las cua­tro y me­dia de la tar­de, mien­tras en las tri­bu­nas se co­men­ta­ba lo bien que ju­ga­ban los cor­do­be­ses, en el ves­tua­rio lo­cal el en­tre­tiem­po se iba en­tre la­men­tos y si­len­cios. Ar­gen­ti­nos per­día 1 a 0 y to­dos mi­ra­ron a un chi­qui­lín de pe­lo lar­go y en­ru­la­do que pa­re­cía no te­ner ner­vios en el pe­lle­jo. Juan Car­los Mon­tes, el en­tre­na­dor, le pre­gun­tó lo que el res­to de ju­ga­do­res sa­bía que le iba a pre­gun­tar:

–Ne­ne, ¿te ani­más?

–Sí –son­rió el ne­ne.

–Bue­no, en­trá, ju­gá y la pri­me­ra pe­lo­ta que aga­rrás, ti­rá un ca­ño.

El chi­qui­lín se pu­so de pie, se al­zó los pan­ta­lon­ci­tos has­ta el om­bli­go por­que le que­da­ban de­ma­sia­do lar­gos y es­pe­ró la se­ñal del ca­pi­tán del equi­po pa­ra ir rum­bo al cam­po. El chi­qui­lín te­nía quin­ce años, on­ce me­ses y vein­te días. Era Die­go Ar­man­do Ma­ra­do­na. Era el ju­ga­dor más jo­ven en la his­to­ria del fút­bol ar­gen­ti­no.

Los on­ce ti­tu­la­res de aque­lla tar­de te­nían cla­ro que en al­gún mo­men­to el pi­be de Vi­lla Fio­ri­to reem­pla­za­ría a uno de ellos. Só­lo el ar­que­ro Mu­nut­ti y los cua­tro de­fen­so­res res­pi­ra­ban más ali­via­dos por­que la ine­xo­ra­ble ley del cam­bio bien he­cho los pro­te­gía: vo­lan­te que en­tra reem­pla­za a vo­lan­te o a de­lan­te­ro. Ha­bía lle­ga­do la ho­ra de ter­mi­nar con el runrún que los ator­men­tó de mar­tes a sá­ba­do. El ne­ne que los aver­gon­za­ba a to­dos du­ran­te los en­tre­na­mien­tos de la se­ma­na, el que la hin­cha­da de ese miér­co­les a la tar­de ya ha­bía re­cla­ma­do des­pués del gol de Ta­lle­res, el que te­nía el nú­me­ro 16 en la es­pal­da, no po­día es­pe­rar un mi­nu­to más en el ban­co de su­plen­tes.

El enig­ma se re­sol­vió en­se­gui­da: “Mon­tes me di­jo que yo sa­lía y me la tu­ve que ban­car. A na­die le gus­ta sa­lir, pe­ro re­co­noz­co que esa tar­de no me fue bien. Me ha­bían man­da­do en­ci­mar al Ha­cha Lu­due­ña y en­ci­ma, a los vein­ti­sie­te mi­nu­tos, el Ha­cha me­tió el 1 a 0. Cuan­do ter­mi­nó el pri­mer tiem­po me la veía ve­nir por­que yo ju­ga­ba de vo­lan­te cen­tral, de mu­cha mar­ca, y an­te Ta­lle­res me ha­bían pues­to más ade­lan­te. Sa­bía que si no ren­día era el can­di­da­to a sa­lir”, re­cuer­da Ru­bén Gia­co­bet­ti en su in­mo­bi­lia­ria de Vi­lla Ur­qui­za.

El hom­bre que que­da­ría mar­ca­do co­mo “el que sa­ca­ron pa­ra que en­tra­ra Die­go” di­ce que se que­dó en el ban­co “pa­ra ver­lo ju­gar” y que “al me­nos ten­go la tran­qui­li­dad de que quien en­tra­ba por mí no era un tron­qui­to cual­quie­ra”.

¿Aquel se­ría el úni­co par­ti­do en el que Die­go no usa­ría la ca­mi­se­ta 10 de Ar­gen­ti­nos Ju­niors? En ver­dad no, aun­que ésa es otra his­to­ria. A Ma­ra­do­na aún le que­da­ba un ca­mi­no a re­co­rrer en el úl­ti­mo tra­mo de aquel 1976.

Fue en me­dio de esos tiem­pos no­ve­do­sos pa­ra el fút­bol que la Jun­ta Mi­li­tar no da­ba tre­gua en su ob­je­ti­vo fun­da­men­tal: ca­zar vi­va o muer­ta a to­da la iz­quier­da ar­gen­ti­na, es­tu­vie­ra o no en la gue­rri­lla. Pa­ra ello los uni­for­ma­dos le pe­dían al pue­blo que ben­di­je­ra su cru­za­da en nom­bre de Oc­ci­den­te y de Cris­to. Es­to se leía en los dia­rios: “To­me con­cien­cia, a la sub­ver­sión no le in­te­re­sa que la po­bla­ción su­fra sus aten­ta­dos, la coac­cio­na y lue­go se ocul­ta de­trás de ella. To­me par­ti­do: no hay lu­gar pa­ra in­di­fe­ren­tes, ca­da uno tie­ne un pues­to de lu­cha con­tra es­tos de­men­tes sub­ver­si­vos”. Gran par­te de la po­bla­ción y de la añe­ja pren­sa los apo­ya­ba sin sa­ber, o sa­bien­do, que mi­les de jó­ve­nes eran aho­ga­dos en un ba­ño de san­gre. Po­bre 1976.

Hay al me­nos tres ver­sio­nes so­bre el fa­mo­so ca­ño de Ma­ra­do­na: 1) Que re­ci­bió la pri­me­ra pe­lo­ta so­bre la ra­ya y allí, an­te la mar­ca de Ca­bre­ra, ti­ró el ca­ño ha­cia atrás; 2) Ma­ra­do­na de­bía ha­cer­le ese ca­ño a Ca­bre­ra pa­ra ha­cer­ amo­nes­tar o ex­pul­sar al vo­lan­te de Ta­lle­res; y 3) El ca­ño fue cer­ca de la mi­tad de can­cha y fren­te a fren­te.

Hum­ber­to Mi­nu­ti , mar­ca­dor de pun­ta de aquel Ar­gen­ti­nos, y aho­ra em­plea­do de una pe­tro­le­ra, sos­tie­ne la pri­me­ra opi­nión: “Fue un ca­ño te­rri­ble. Pe­ro no sé si fue la pri­me­ra pe­lo­ta o no. Sí re­cuer­do que Die­go es­ta­ba cer­ca de uno de los la­te­ra­les”. Se­bas­tián Ove­lar , el pun­te­ro iz­quier­do que hoy tra­ba­ja en un fri­go­rí­fi­co, de­fien­de la se­gun­da: “Mon­tes le ha­bía di­cho a Die­go que te­nía que sa­car a Ca­bre­ra. Por eso Ca­bre­ra le ti­ró una te­rri­ble pa­ta­da”.

El ar­chi­vo de la re­vis­ta El Grá­fi­co tie­ne esa fa­ma de lu­gar fan­tás­ti­co –quien no ha es­cu­cha­do al­gu­na vez la mu­le­ti­lla “y si no lo tie­nen en el ar­chi­vo de El Grá­fi­co no lo tie­ne na­die”– en el que se guar­dan los do­cu­men­tos his­tó­ri­cos me­nos pen­sa­dos. Pe­ro acla­re­mos que los ar­chi­vos no ha­blan. Si sus ar­ma­rios y ca­jo­nes lo hi­cie­ran, ha­ce mu­chos años que la fo­to que se pu­bli­ca en es­ta edi­ción ha­bría co­no­ci­do la luz. ¿Era la pri­me­ra pe­lo­ta que to­có el ju­ga­dor más gran­de de la his­to­ria aquel 20 de oc­tu­bre de 1976. ¿Era el caño?

Vein­ti­cin­co años des­pués que fue lo­gra­da por Hum­ber­to Spe­ran­za, la fo­to dur­mió en un so­bre, en vi­go­ro­so es­ta­do de vir­gi­ni­dad, has­ta que nues­tro com­pa­ñe­ro Die­go Bo­rinsky se pu­so a bus­car unos da­tos de Juan Ca­bre­ra. A Bo­rinsky en­ton­ces le sa­lió el irres­pe­tuo­so que lle­va aden­tro:

–Mi­ren es­to, la pu­ta que lo pa­rió.

Sin po­der creer lo que veían, aun­que edu­ca­dos en el mal há­bi­to de no sor­pren­der­se por na­da de lo que sa­le de tan­tos so­bres ama­ri­llen­tos, fríos y a ve­ces hú­me­dos, los tres tra­ba­ja­do­res del ar­chi­vo asien­ten a se­me­jan­te exa­brup­to de Bo­rinsky. Pe­ro la sa­na ex­pe­rien­cia de Juan, Víc­tor y Ma­ría re­co­mien­da en­co­men­dar­se al san­to de los ar­chi­vos an­tes de can­tar vic­to­ria: San Che­queo.

La fuen­te no po­día ser otra que Ma­ra­do­na. Quien es­to es­cri­be en­vía un fax a La Ha­ba­na con la fo­to­gra­fía. La res­pues­ta lle­ga por te­lé­fo­no y tie­ne el mis­mo efec­to que un acier­to en el Lo­to:

–Sí, ape­nas la vi le di­je a Cop­po­la: és­te es el ca­ño a Ca­bre­ra –di­ce Die­go. Es­ta es en­ton­ces la ter­ce­ra ver­sión y an­te la fo­to vir­gen que aca­ba de ser des­hon­ra­da, el de­ba­te es­tá ce­rra­do.

Pa­ra los afor­tu­na­dos pe­rio­dis­tas que cu­brie­ron aquel par­ti­do, Ta­lle­res me­re­ció el triun­fo. El mis­mo Ma­ra­do­na ha di­cho en su bio­gra­fía que “los cor­do­be­ses nos es­ta­ban dan­do un to­que bár­ba­ro”.Pe­ro la me­mo­ria de mu­chos de sus com­pa­ñe­ros de equi­po se re­sis­te a dar­le la ra­zón a la pren­sa: “No es tan así lo que es­cri­bió One­si­me en El Grá­fi­co. En el se­gun­do tiem­po tu­vi­mos a Ta­lle­res en un ar­co. Me­re­ci­mos ga­nar no­so­tros”, di­ce Mi­nu­ti con al­go de bron­ca. En el mis­mo sen­ti­do se que­ja Dan­te Ro­ma , el otro mar­ca­dor de pun­ta que en es­tos días ven­de se­gu­ros: “Lás­ti­ma que per­di­mos, pe­ro ese día nos erra­mos ca­da gol”.

Ta­lle­res mo­de­lo 76 arras­tra­ba mi­les de hin­chas cuan­do de­sem­bar­ca­ba en Bue­nos Ai­res. Prac­ti­ca­ban el fút­bol que le gus­ta a la gen­te cuan­do aún la dis­cu­sión so­bre el fút­bol que le gus­ta a la gen­te no ha­bía fer­men­ta­do. Bi­lar­do ha­cía de las su­yas en La Pla­ta y Me­not­ti era el rey de la Se­lec­ción y en­tre sus mu­le­ti­llas pre­fe­ri­das re­pe­tía que Va­len­cia y Lu­due­ña “eran dos ju­ga­do­ra­zos”.

Aun­que nun­ca se sa­brá qué can­ti­dad exac­ta de pú­bli­co fue ese 20 de oc­tu­bre a La Pa­ter­nal lo cier­to es que las tri­bu­nas te­nían un buen as­pec­to y que la re­cau­da­ción de esa tar­de fue de 1.273.100 pe­sos (9.000 dó­la­res), su­pe­ran­do los in­gre­sos de va­rios de los gran­des. Un de­par­ta­men­to de dos am­bien­tes va­lía 15 mil dó­la­res, un suel­do es­ta­tal unos 400 y la vi­da na­da.

Al­gún día un ar­queó­lo­go in­ves­ti­ga­rá cuán­tos de aque­llos mi­les fue­ron por Ma­ra­do­na y cuan­tos otros pa­ra ver el car­na­val cor­do­bés.

Un hin­cha de Ar­gen­ti­nos de esos días tie­ne es­te re­gis­tro: “No se sa­bía bien si Die­go iba a de­bu­tar, eran to­das es­pe­cu­la­cio­nes. Yo es­ta­ba en la tri­bu­na de Juan Agus­tín Gar­cía –di­ce Elio Os­car Pa­drón –. Ta­lle­res tra­jo mu­cha gen­te por­que te­nía un lin­do equi­po. Du­ran­te el en­tre­tiem­po nos en­te­ra­mos de que po­nían a Die­go. Va­rios hin­chas to­má­ba­mos al­go en el buf­fet que aten­día un ex ju­ga­dor de Ar­gen­ti­nos y Ri­ver, el Ni­cha Sainz. Allí so­lía ir Prós­pe­ro Cón­so­li, quien to­da­vía no era pre­si­den­te del club. Cón­so­li lar­gó la bo­cha de que Ma­ra­do­na en­tra­ba en el se­gun­do tiem­po. Die­go hi­zo dos o tres ju­ga­das, no mu­chas, pe­ro con eso la can­cha se ve­nía aba­jo. Yo es­cu­ché des­pués una no­ta en la que Ca­bre­ra le ha­bría di­cho a Ma­ra­do­na, ‘pi­be no me ha­gas otro ca­ño por­que te re­vien­to’. Me acuer­do bien de una ju­ga­da. Hi­zo un som­bre­ro, pa­só en­tre dos ti­pos, sa­có el zur­da­zo y pa­só cer­ca del pa­lo. Has­ta los de Ta­lle­res di­je­ron oooohhh”.

 Na­tu­ral­men­te ocu­rrió lo que ya na­tu­ral­men­te no su­ce­de más: des­pués de 45 mi­nu­tos, hin­chas de los dos equi­pos aplau­die­ron a ese ni­ño de piel ma­te. Una ex­tra­ña sen­sa­ción re­co­rría a to­dos. Sin sa­ber­lo, ha­bían asis­ti­do al na­ci­mien­to del pri­mer ído­lo lí­ri­co, el mis­mo cu­yas gam­be­tas, tiem­po des­pués, de­rre­ti­rían la san­gre en las ve­nas co­mo de­cía un gra­ffi­ti anó­ni­mo en las ca­lles de Ná­po­les.

Aba­jo, en esa can­cha po­bre de pas­to pe­ro ri­ca en he­chi­zos, Ma­ra­do­na se re­ti­ra­ba con una mez­cla de ale­gría y fas­ti­dio. El pa­dre, don Die­go, lo veía des­de las tri­bu­nas de ta­blón. Ha­bía lle­ga­do jus­to pa­ra el de­but de Pe­lu­sa por­que sa­lió de la fá­bri­ca a las tres de la tar­de. Pe­ro la­men­ta­ba no ha­ber acom­pa­ña­do esa ma­ña­na al hi­jo cuan­do, muy tem­pra­no, Die­go to­mó so­li­ta­rio el tren que lo lle­va­ba de Fio­ri­to a Puen­te Al­si­na.

“To­do el mun­do se acer­có al ves­tua­rio pa­ra felicitarlo, es­pe­cial­men­te la gen­te de las in­fe­rio­res –cuen­ta Mi­guel Get­te, mar­ca­dor cen­tral y aho­ra cuen­ta­pro­pis­ta–. Pa­ra ellos era un triun­fo que uno de los pi­bes de­bu­ta­ra a esa edad. Die­go pu­so una ca­ra de fe­li­ci­dad que no ol­vi­da­ré. Todos le dijimos que la derrota no importaba.”

  Die­go se afe­rró a la ca­mi­se­ta y la pu­so en el bol­si­to co­mo si fue­ra a usar­la de nue­vo. Cuan­do vol­vió a Fio­ri­to, se la re­ga­ló a la ma­dre. Aque­lla quin­ce des­can­sa en la ca­sa de Vi­lla De­vo­to.

El diario del jueves

Cla­rín: “La en­tra­da del chi­co Ma­ra­do­na le dio ma­yor mo­vi­li­dad al ata­que pe­ro so­lo no pu­do ven­cer la va­lla cor­do­be­sa. Ma­ra­do­na es un chi­co há­bil pe­ro no tu­vo con quien to­car”.
La Ra­zón: “La en­tra­da de un chi­co de quin­ce años que has­ta no ha­ce mu­cho en­tre­te­nía a los es­pec­ta­do­res ha­cien­do ma­la­ba­ris­mos con la pe­lo­ta en los en­tre­tiem­pos y que se lla­ma Die­go  Ma­ra­do­na tu­vo mu­cho que ver, por­que su atre­vi­mien­to se cons­ti­tu­yó en el eje de su con­jun­to, des­ta­pán­do­se pa­ra re­ci­bir y de­se­qui­li­brar con su gam­be­ta en­dia­bla­da y me­tien­do pe­lo­ta­zos”.
La Pren­sa: “Pa­ra la rea­nu­da­ción del en­cuen­tro, Ar­gen­ti­nos rea­li­zó un cam­bio que fue apro­ba­do por el pú­bli­co por las cua­li­da­des del in­gre­san­te”.

La Voz del In­te­rior (Cór­do­ba): re­sal­tó el de­but de Die­go pe­ro co­me­tió un pe­que­ño error al ci­tar su ape­lli­do: “Ma­la­do­na elu­dió a va­rios ri­va­les, re­ma­tó en for­ma de cen­tro y Gal­ván, bas­tan­te apu­ra­do, ca­si in­tro­du­ce el ba­lón en el ar­co”.

Có­mo es que se­me­jan­te pie­dra pre­cio­sa no ha­bía aparecido an­tes es al­go que cues­ta tra­ba­jo en­ten­der. Si bien en­ton­ces un de­but to­da­vía era una ce­re­mo­nia que lle­va­ba el pro­ce­so de ma­du­ra­ción de un buen vi­no men­do­ci­no, Ma­ra­do­na tu­vo una fe­cha ten­ta­ti­va pa­ra su pri­me­ra vez pro­fe­sio­nal. De­bió ser el 12 de setiembre, cuan­do em­pe­za­ba el torneo Nacional. ¿Qué pasó?

Die­go ha­bía ju­ga­do la fi­nal del tor­neo de Sép­ti­ma Di­vi­sión y lo ha­bían ex­pul­sa­do por aplau­dir en for­ma bur­lo­na a un de­sa­cer­ta­do juez de lí­nea. Mon­tes, ya re­ti­ra­do de la di­rec­ción téc­ni­ca, ju­ra que no sa­bía na­da: “Yo ya le ha­bía di­cho a uno de los ti­pos de la Co­mi­sión de Fút­bol que cuan­do co­men­za­ra el Na­cio­nal iba a po­ner a Die­go. Pe­ro co­mo en­tre el fin del tor­neo Me­tro­po­li­ta­no y el ini­cio del Na­cio­nal se pro­du­jo un re­ce­so de vein­te días, lo lle­va­ron a re­for­zar la Sép­ti­ma. Yo no sa­bía na­da de la ex­pul­sión. Un día de se­ma­na lo pon­go con los de la Pri­me­ra pa­ra que prac­ti­que pen­san­do en el co­mien­zo del cam­peo­na­to y al­guien me cuen­ta que Ma­ra­do­na es­ta­ba sus­pen­di­do”.

 A Die­go le avi­sa un tal Rey, coor­di­na­dor de in­fe­rio­res, que le ha lle­ga­do la ho­ra. Un cuar­to de si­glo des­pués Ma­ra­do­na nos di­ce: “No me acuer­do si eran cin­co o sie­te fe­chas, pe­ro ya ven, así pro­te­gían a los ha­bi­li­do­sos, mi­rá la can­ti­dad de fe­chas que me pu­sie­ron”.

To­dos co­no­cen que el pri­mer vi­den­te que acer­tó a pro­nun­ciar la fra­se “co­noz­co un pi­be que se­rá un fe­nó­me­no” fue otro pi­be. Go­yo Ca­rri­zo te­nía ocho años y fue quien lle­vó a Die­go, su ami­go de la in­fan­cia, a que pa­sa­ra una prue­ba en los Ce­bo­lli­tas de Ar­gen­ti­nos que di­ri­gía Fran­cis­co Cor­ne­jo. Pe­ro aho­ra tam­bién se sa­be quién le di­jo al téc­ni­co Mon­tes que ya era ho­ra de mi­rar al Ne­ne de las in­fe­rio­res. Ri­car­do Pe­lle­ra­no, za­gue­ro cen­tral de aquel Ar­gen­ti­nos de oc­tu­bre del 76, cuen­ta mien­tras tra­ba­ja en el puer­to de Dock Sud: “Yo era ami­go de Cor­ne­jo por­que el tra­ba­jo con los pi­bes me apa­sio­na­ba. Un día Cor­ne­jo me in­vi­tó a ver un chi­co. Fui a la can­cha de Ar­gen­ti­nos y ha­cían de a cin­co go­les. Se lo co­men­té a Mon­tes y al po­co tiem­po lla­mó a Die­go pa­ra un en­tre­na­mien­to con­tra la Pri­me­ra. Nos gam­be­tea­ba de a cua­tro”.

La cu­rio­si­dad fue ga­nan­do a va­rios di­ri­gen­tes de Ar­gen­ti­nos Ju­niors y mes a mes le pre­gun­ta­ban a Pe­lle­ra­no lo mis­mo: ¿Te pa­re­ce que ya es­tá pa­ra la Pri­me­ra? Pe­lle­ra­no, ya con­ver­ti­do en ca­pi­tán del equi­po, un buen día del 76 se can­só:

–Sí, ya les di­je que es­tá pa­ra la Pri­me­ra.

–¿Y la ex­pe­rien­cia? –pre­gun­tó un di­ri­gen­te.

–Se ga­na ju­gan­do –res­pon­dió el ca­pi­tán.

Sin em­bar­go hu­bo opo­si­ción. Bue­no, de al­gu­na ma­ne­ra hay que lla­mar­la. El pro­pio Fran­cis­co Cor­ne­jo lo ad­mi­te: “Es cier­to que cuan­do Mon­tes me pi­de a Die­go yo me re­sis­tía. Ahí es­ta­ba yo, el hom­bre que le ha­bía de­di­ca­do su vi­da al chi­co, el que lo ha­bía en­tre­na­do en to­dos los años de apren­di­za­je, el que lo co­no­cía me­jor, ro­ga­ba que lo de­ja­sen un año más en las in­fe­rio­res. Pe­ro acla­ro, no me gus­ta­ba que lo su­bie­ran por­que me lo iban a mal­tra­tar. Yo que­ría pro­te­ger­lo”. Cor­ne­jo no fue el úni­co que le­van­tó su ma­no pa­ra vo­tar en con­tra. Más si­len­cio­sos, y en­tre bam­ba­li­nas, al­gu­nos po­nían ca­ra de du­da. Lo re­cuer­da Mi­nu­ti: “Es cier­to, ha­bía co­men­ta­rios di­cien­do que có­mo un chi­co de quin­ce años que no ha­bía ju­ga­do nun­ca en Pri­me­ra iba a sal­var a un equi­po que pe­lea­ba el des­cen­so. Pe­ro cla­ro, no lo co­no­cían. A mí por ejem­plo se me abrie­ron los ojos en la prác­ti­ca an­te­rior al par­ti­do an­te Ta­lle­res. Yo ni sa­bía que exis­tía. Le pre­gun­té a Pe­lle­ra­no y me di­jo que era un pi­be que la es­ta­ba rom­pien­do en las in­fe­rio­res. Mon­tes lo pu­so pa­ra el equi­po su­plen­te y le ti­rá­ba­mos ca­da pa­ta­da que no lo po­día­mos aga­rrar. Des­pués lo pu­so Mon­tes pa­ra el equi­po ti­tu­lar y chau, na­die más po­día de­cir na­da”.

El Ar­gen­ti­nos Ju­niors de en­ton­ces pe­na­ba por los úl­ti­mos lu­ga­res de la ta­bla sin otra es­pe­ran­za que la de sa­lir en los dia­rios ba­jo el tí­tu­lo “El Bi­cho se sal­vó”. En el Me­tro­po­li­ta­no 1976 ha­bía ju­ga­do un Re­du­ci­do pa­ra za­far del des­cen­so.

“Yo aga­rré a Ar­gen­ti­nos cuan­do iba úl­ti­mo en el Me­tro –di­ce el en­tre­na­dor Mon­tes–. Ha­bía que ar­mar un equi­po pa­ra no ba­jar. Lo lo­gra­mos. Por eso unas se­ma­nas des­pués del de­but de Die­go me fui pa­ra Men­do­za don­de de­bía cum­plir un com­pro­mi­so. El ob­je­ti­vo es­ta­ba rea­li­za­do.”

Des­de el pun­to de vis­ta ca­tó­li­co se po­dría de­cir que lo que le ocu­rrió a ese equi­po fue un mi­la­gro. Lle­no de re­mien­dos, du­pli­can­do los pre­mios pa­ra ver si así los mu­cha­chos se in­cen­ti­va­ban y en­con­trán­do­se pa­ra al­mor­zar los días de par­ti­do en una pa­rri­lla del ba­rrio y así aho­rrar los gas­tos de con­cen­tra­cio­nes, Ar­gen­ti­nos vi­vía en la in­tras­cen­den­cia has­ta aquel 20 de oc­tu­bre.

“La his­to­ria nues­tra, des­pués de ese día, cam­bia­ría por com­ple­to –di­ce Mi­nu­ti–. Ju­ga­ba él por to­dos no­so­tros. En las can­chas veía­mos más gen­te, nues­tros in­gre­sos tam­bién su­bi­rían y ade­más Ar­gen­ti­nos co­men­zó a re­ci­bir ofer­tas pa­ra ir a ju­gar al in­te­rior o ex­te­rior. Den­tro de la can­cha lo me­jor que le vi fue un par­ti­do en Co­lom­bia an­te el Amé­ri­ca de Ca­li. Ese día hi­zo es­tra­gos an­te 50 mil per­so­nas que lo aplau­die­ron de pie. Amé­ri­ca lo que­ría com­prar por un mi­llón de dó­la­res.”

Gen­te que nun­ca ha­bía re­gis­tra­do la exis­ten­cia de un club lla­ma­do Ar­gen­ti­nos Ju­niors em­pe­za­ba a ano­tar­lo en sus agen­das, otros pre­gun­ta­ban en el ba­rrio qué co­lec­ti­vo los de­ja­ba en la can­cha de La Pa­ter­nal. Set­ti­mio Aloi­sio, hoy em­pre­sa­rio y an­tes di­ri­gen­te de Ar­gen­ti­nos, sin­te­ti­zó el mo­men­to con una fra­se: “Ma­ra­do­na era la te­ta de la que chu­pa­ba to­do el mun­do”.

Sin dar nom­bres, Aloi­sio se re­fe­ría al ma­ne­jo de sus co­le­gas de en­ton­ces. Ro­ma en cam­bio es más ca­te­gó­ri­co: “El pre­si­den­te era Ga­llo. Con él no ha­bía pro­ble­mas. Pa­ra que se en­tien­da, Ga­llo era un se­ñor y Cón­so­li en cam­bio era un em­pre­sa­rio”. Pe­se a que a mu­chos les da ver­güen­za re­cor­dar­lo, al­gu­nas de las de­ci­sio­nes del Ar­gen­ti­nos de en­ton­ces pa­sa­ban por las ma­nos de un ge­ne­ral, Suá­rez Ma­son, el uni­for­ma­do que, se­gún cuen­ta Ove­lar, lle­gó al ex­tre­mo de im­po­ner a su hi­jo co­mo su­plen­te en un par­ti­do que ju­ga­ron en San­ta Fe.

Los hom­bres du­ros de aquel plan­tel eran Ri­car­do Pe­lle­ra­no y Car­los Fren. De Pe­lle­ra­no ya he­mos di­cho al­go. Fren (46), quien for­mó du­pla téc­ni­ca con Die­go en Man­di­yú y Ra­cing, no quie­re abrir la bo­ca. Ha ro­to re­la­cio­nes con Ma­ra­do­na y de­ja res­pe­tuo­sa­men­te una so­la fra­se: “No pien­so apa­re­cer en nin­gu­na no­ta don­de es­té ese se­ñor”.

Pe­lle­ra­no y Fren fue­ron los pri­me­ros en to­mar con­cien­cia de lo que te­nían al la­do. Ol­fa­tea­ron que era ho­ra de ar­mar un en­tor­no de pro­tec­ción pa­ra que to­do el equi­po bo­ga­ra y bo­ga­ra ya que el Ne­ne ha­ría lo de­más.

“Yo era con Die­go lo que hoy es Tra­ver­so con Ri­quel­me. Al­go en­tre pa­ter­nal y her­ma­no me­nor –di­ce Pe­lle­ra­no–. Den­tro de la can­cha él de­cía que me con­si­de­ra­ba co­mo un téc­ni­co, que yo era el que me­jor veía los par­ti­dos, tal vez por eso des­pués me lle­vó co­mo ayu­dan­te de cam­po en Man­di­yú y Ra­cing”. Pe­lle­ra­no no só­lo com­par­ti­ría con Ma­ra­do­na su pa­sión por pa­rar­se bien den­tro de un cam­po de jue­go, tam­bién con los años los unió la ca­mi­se­ta sin­di­cal. “Yo era uno de los que pe­lea­ba pre­mios y suel­dos. Aho­ra soy con­gre­sal de la Aso­cia­ción de Per­so­nal de Fe­rro­ca­rri­les. Uno lle­va un in­dio aden­tro en la de­fen­sa de los com­pa­ñe­ros. Mi­ren lo que es el puer­to: an­tes éra­mos quin­ce mil tra­ba­ja­do­res y hoy ape­nas su­man cua­tro­cien­tos en el puer­to Ca­pi­tal”, re­la­ta el ex ca­pi­tán.

Los in­te­gran­tes de esa Ar­ma­da Bran­ca­leo­ne em­pe­za­ban a na­ve­gar por ma­res des­co­no­ci­dos. De pron­to to­do les sa­lía bien. Tal co­mo lo de­fi­ni­ría un ex Ce­bo­lli­ta, Os­val­do Da­lla Buo­na, Die­go im­pre­sio­na­ba a sus com­pa­ñe­ros ca­da vez que “de­ja­ba a diez ri­va­les co­mo pa­los de bow­ling”.

 Pa­ra el buen hu­mor y las pi­car­días es­ta­ba el Tur­co Ibra­him Ha­llar (49), de­lan­te­ro que in­gre­só tam­bién en el se­gun­do tiem­po an­te Ta­lle­res y que aho­ra ma­ne­ja una in­mo­bi­lia­ria en Ba­rra­cas. “Die­go siem­pre de­cía que yo era el ti­po que más lo hi­zo reír en el fút­bol. Con él com­par­tí el ban­co aque­lla tar­de y por eso siem­pre le agra­dez­co ese mo­men­to”.

–¿Por al­go en es­pe­cial?

–Por­que la úni­ca vez que me aplau­die­ron en una can­cha fue en ese par­ti­do. Es que cuan­do en­tré, va­rios mi­nu­tos des­pués, to­da­vía du­ra­ban los aplau­sos pa­ra Die­go y los li­gué de re­bo­te.

La suer­te de es­tos ve­te­ra­nos es úni­ca. No hay per­so­na en el pla­ne­ta que ten­ga en el ál­bum lo que tie­nen ellos. “Vi­vi­mos la me­jor eta­pa de Die­go –di­ce Ro­ma–. Cuan­do no te­nía res­pon­sa­bi­li­da­des. A cual­quier pi­be que jue­ga an­te 10 mil per­so­nas le tiem­blan las pier­nas. Él es­ta­ba de lo más tran­qui­lo en la can­cha y le sa­lían to­das”. Mi­nu­ti es más en­fá­ti­co aún­. “Vi­mos al Ma­ra­do­na que ju­ga­ba co­mo si es­tu­vie­ra en un po­tre­ro. En los en­tre­na­mien­tos y en los pri­me­ros par­ti­dos, cuan­do to­da­vía no era tan co­no­ci­do, hi­zo co­sas in­creí­bles con la pe­lo­ta por­que po­día ser más atre­vi­do”.

Eran las se­ma­nas en que El Ne­gro Pa­drón y sus or­gu­llo­sos com­pa­dres de los ta­blo­nes can­ta­ban en la po­pu­lar con cier­ta ino­cen­cia “La to­ca Die­go/ cen­tro de Avión (por Ló­pez)/ en­tra Bar­to­lo / y ha­ce el gol”. Lle­va­ba la mú­si­ca de una pro­pa­gan­da te­le­vi­si­va de Acro­cel, ro­pa de tra­ba­jo. Las hin­cha­das de aquel tiem­po, in­di­fe­ren­tes fren­te a la dic­ta­du­ra pe­ro muy sen­si­bles an­te cual­quier éxi­to de te­le­vi­sión, se en­tu­sias­ma­ban con los jin­gles. La ci­ta­da era la pri­me­ra can­ción de tri­bu­na en que se uti­li­za­ba la pa­la­bra Die­go. Bar­to­lo era Car­los Ál­va­rez (49) el cen­tro­de­lan­te­ro que for­mó la pri­me­ra du­pla mor­tal con Die­go. Hoy de­so­cu­pa­do y bus­can­do tra­ba­jo co­mo en­tre­na­dor, Ál­va­rez di­ce: “Con Die­go nos tur­ná­ba­mos, cuan­do yo re­tro­ce­día él iba pa­ra ade­lan­te y vi­ce­ver­sa. Es que yo fui nue­ve de cau­sa­li­dad. En las in­fe­rio­res era diez y por lo tanto no era tan de área. Igual mar­qué do­ce go­les en ese Na­cio­nal. Con Die­go, por su­pues­to, to­do era más fá­cil”.

 Otro de los mis­te­rios que per­si­gue a los pe­rio­dis­tas de aho­ra es por qué Ma­ra­do­na no fue ti­tu­lar in­dis­cu­ti­do a par­tir de la tar­de de su de­but. Si bien Die­go ju­gó en la fe­cha si­guien­te an­te Ne­well’s des­de el mi­nu­to ini­cial, una se­ma­na des­pués, con­tra Fe­rro, lo pu­sie­ron só­lo en el pri­mer tiem­po. Así si­guió ju­gan­do, de a pu­chi­tos, do­min­go tras do­min­go. Re­cién a par­tir de la fe­cha 15 del Na­cio­nal (sie­te se­ma­nas des­pués del 20 de oc­tu­bre) Ma­ra­do­na lo­gró la ti­tu­la­ri­dad pa­ra siem­pre. La ex­pli­ca­ción hay que bus­car­la en una tra­di­ción se­ten­tis­ta, eso de ir lle­van­do des­pa­cio a los pi­bes.

Si sir­ve el con­sue­lo, va­le se­ña­lar que Pe­lé, quien de­bu­tó en el San­tos el 7 de se­tiem­bre de 1956, an­te Co­rint­hias de San­to An­dré, ca­len­tó dos me­ses el ban­co de su­plen­tes sin in­gre­sar un mi­nu­to, has­ta que el 15 de no­viem­bre del mis­mo año fue in­clui­do co­mo ti­tu­lar fren­te a Ja­ba­qua­ra. Pa­ra quie­nes lle­van la pul­sea­da Ma­ra­do­na-Pe­lé has­ta to­dos sus ex­tre­mos, otro pun­to a fa­vor de Die­go.

Anéc­do­tas más, anéc­do­tas me­nos, la po­pu­la­ri­dad de Ma­ra­do­na cre­ció en cues­tión de unos po­cos días y unas po­cas no­ches. El chi­co ca­lla­di­to del mes de oc­tu­bre aga­rra­ba con­fian­za al mis­mo tiem­po que los di­ri­gen­tes aga­rra­ban la cal­cu­la­do­ra. Cuen­ta Mi­nu­ti que an­tes de fin de año Die­go se acer­có pa­ra pre­gun­tar­le:

–Che, Ber­to, vi­nie­ron los di­ri­gen­tes a de­cir­me que quie­ren ha­blar­me del con­tra­to. ¿Qué les pi­do?

–La can­cha Die­go, pe­diles la can­cha –res­pon­dió el con­se­je­ro­.

“Pe­ro des­pués le ha­blé en se­rio –di­ce Mi­nu­ti–. Le di­je que ade­más del suel­do re­cla­ma­ra una ca­sa pa­ra la fa­mi­lia. Al po­co tiem­po le al­qui­la­ron una.”

De lo que se ha po­di­do re­cons­truir, las pri­me­ras afi­ni­da­des de Die­go se die­ron con los más jó­ve­nes de aquel equi­po. Jor­ge Ló­pez (44), el pun­te­ro de­re­cho que hoy di­ri­ge a Atlé­ti­co Con­cep­ción de la Ban­da del Río Sa­lí, cuen­ta que “los más chi­cos siem­pre an­dá­ba­mos jun­tos. Yo iba a me­ren­dar a su ca­sa que que­da­ba cer­ca del es­ta­dio. Él siem­pre es­ta­ba con su fa­mi­lia, lo úni­co que que­ría era ju­gar y ju­gar y con­so­li­dar­se en Pri­me­ra“.

 Su otro alia­do fue el Grin­go Get­te, con quien com­par­tía la ha­bi­ta­ción cuan­do lle­gó la épo­ca de las va­cas gor­das y se podía ir a un ho­tel: “Los dos her­ma­ni­tos de Die­go ve­nían a nues­tra pie­za. Es­tá­ba­mos con Ló­pez, que se traía un col­chon­ci­to y lo ti­ra­ba en el pi­so por­que dor­mía en el sue­lo. Ar­má­ba­mos un ring en la ha­bi­ta­ción y ha­bía bo­xeo pe­ro con toa­llo­nes en la ma­no. Siem­pre co­bra­ba por­que los tres Ma­ra­do­na me ca­ga­ban a pa­los”.

Ca­da en­tre­na­mien­to pa­re­cía muy dis­tin­to del otro. O al me­nos eso les pa­re­cía a los ju­ga­do­res des­de oc­tu­bre. “Yo go­cé a Die­go más que na­die –sen­ten­cia Car­los Mu­nut­ti (49), el ar­que­ro que hoy vi­ve en Los Án­ge­les y se de­di­ca a com­prar ca­sas vie­jas pa­ra re­pa­rar­las–. Nos que­dá­ba­mos dos o tres ho­ras des­pués de la prác­ti­ca y Die­go me pa­tea­ba des­de cual­quier án­gu­lo y en­ci­ma me re­la­ta­ba los go­les.” Aque­llas es­ce­nas y el Ma­ra­do­na de en­tre ­se­ma­na es cer­ti­fi­ca­do por el tes­ti­mo­nio de Ro­dol­fo Val­go­ni, el PF de aquel equi­po: “Ade­más de lo que Die­go hi­zo en la can­cha, hay de­ta­lles que in­di­can que fue di­fe­ren­te. En las prác­ti­cas no se iba has­ta que no le pe­ga­ba cua­tro ve­ces se­gui­das al tra­ve­sa­ño y tam­po­co se iba si no le da­ba sie­te ve­ces con el em­pei­ne a la pe­lo­ta ele­ván­do­la unos vein­te me­tros y sin de­jar­la caer. No hay en el mun­do otra per­so­na que pue­da ha­cer esas dos prue­bas. Die­go no fue pre­ci­sa­men­te de los ju­ga­do­res va­gos, to­do lo con­tra­rio”.

La me­jor in­di­ca­ción es el si­len­cio

Mon­tes mi­ra­ba a Ma­ra­do­na y Ma­ra­do­na mi­ra­ba a Mon­tes. No es que el téc­ni­co y el ju­ga­dor se en­ten­dían sin mi­rar­se. Era que Mon­tes ha­bía comprendi­do en­se­gui­da que na­da po­día de­cir­le a ese jo­ven­ci­to que le ha­bía caí­do de otra ga­la­xia. Mon­tes era un sen­ti­men­tal, al que le gus­ta­ban las lar­gas no­ches y que creía más en la fan­ta­sía que en los pi­za­rro­nes ver­des.

Cuan­do pa­só el shock del de­but, Mon­tes, due­ño de una pi­car­día y un es­ti­lo de di­rec­ción al es­ti­lo de Án­gel La­bru­na, pre­pa­ró a Ma­ra­do­na pa­ra el se­gun­do par­ti­do con un so­lo con­se­jo: “Pi­be, va­mos a ju­gar con­tra Ñuls. La pa­ta­da más ba­ja te la van a dar en el men­tón. Los que te van a mar­car son Ga­lle­go y Ber­ta. A Ga­lle­go ha­ce­lo echar de la can­cha, ti­ra­le un ca­ño”. Mon­tes sa­bía lo que ha­cía. Ha­bía di­ri­gi­do a Ne­well’s me­ses atrás y co­no­cía que Ga­lle­go y la le­che her­vi­da eran lo mis­mo.

Ar­gen­ti­nos per­dió 4 a 2 con Ne­well’s, pe­ro se­gún cuen­ta Pe­lle­ra­no: “Mon­tes me di­jo a mí que si ga­na­ba el sor­teo eli­gie­ra el sa­que. Que­ría que la pri­me­ra ju­ga­da fue­ra nues­tra, que pa­sa­ra por los pies de Die­go por­que es­ta­ba se­gu­ro de que Ga­lle­go lo iba a ame­dren­tar. Nos fue bien, yo le di­je en­se­gui­da a Die­go ‘acor­da­te lo que te di­jo Mon­tes’. Y así fue; en la pri­me­ra ju­ga­da le ti­ró un ca­ño al To­lo que yo me aga­rré la ca­be­za en el me­dio de la can­cha y bus­qué con la mi­ra­da el ban­co de su­plen­tes. Es­te es mons­truo de ver­dad le di­je a Mon­tes”.

“No ha­cía fal­ta de­cir­le na­da a Die­go, nin­gún téc­ni­co le hi­zo hin­ca­pié en nin­gún as­pec­to”, cuen­ta Ma­teo Di Do­na­to (52), el vo­lan­te que esa tar­de de oc­tu­bre te­nía la ca­mi­se­ta diez y a quien hoy asal­ta la de­so­cu­pa­ción. “En las prác­ti­cas no lo po­día­mos to­car –sos­tie­ne– por­que los en­tre­na­do­res nos pe­dían que tu­vié­ra­mos cui­da­do. Nos pin­ta­ba la ca­ra por to­dos la­dos. Ima­gí­nen­se si pe­gán­do­le los ri­va­les no lo po­dían pa­rar las co­sas que ha­cía en los en­tre­na­mien­tos. Pa­ra mí es un or­gu­llo ha­ber si­do la fi­gu­ra del par­ti­do an­te Ta­lle­res. Y Die­go es lo má­xi­mo en mi ca­sa. Una vez, en 1977, vi­no a bus­car a mi hi­jo pa­ra lle­var­lo a De­port Hit y ves­tir­lo de pies a ca­be­za”.

Él y los otros, to­dos los del pla­cer de la pri­me­ra vez, ya pa­sa­ron los cua­ren­ta y los cin­cuen­ta. Así co­mo el vien­to de la fa­ma le­van­tó en­se­gui­da a Die­go, el otro vien­to los fue de­jan­do a ca­da uno en su co­ti­dia­no su­frir. En 1990 cuan­do Die­go y Clau­dia se ca­san, una de las me­sas de la fies­ta fue ocu­pa­da por aquel equi­po de Ar­gen­ti­nos.

Ro­za­dos al­gu­nos se­gun­dos por la va­ri­ta que to­có al ge­nio, hoy pue­den sa­car cha­pa de pri­vi­le­gia­dos an­te los su­yos. De­be ser co­mo lo cuen­ta Ove­lar en su mo­des­ta ca­sa de Flo­ren­cio Va­re­la don­de El Grá­fi­co en­con­tró a quien sus com­pa­ñe­ros no ha­bían vis­to más: “Ha­ce trein­ta años que vi­vo en es­te ba­rrio, pe­ro sé que es di­fí­cil ubi­car­me. Se­gu­ra­men­te por­que me mu­dé de la ca­sa de mi vie­ja la tar­je­ta de in­vi­ta­ción de Die­go a su ca­sa­mien­to no me de­be ha­ber lle­ga­do. La úl­ti­ma no­ti­cia de Ma­ra­do­na la tu­ve en 1979 cuan­do me man­dó una tar­je­ta pa­ra fin de año. Pe­ro pa­ra mí me al­can­za con ha­ber si­do su com­pa­ñe­ro. Yo dis­fru­té esa épo­ca. Yo lo vi ti­rar ca­ños con el ta­co y lle­var­se ri­va­les de un cos­ta­do a otro de la can­cha”.

Fue así el 30 de oc­tu­bre de 1976, cuan­do apa­re­ció un pi­be con lo me­jor de Alon­so, de Bo­chi­ni y de Hou­se­man, que ju­ga­ba co­mo Alon­so, co­mo Bo­chi­ni y co­mo Hou­se­man, pe­ro ade­más co­mo Man­dra­ke y co­mo Hou­di­ni.

La no­ve­dad se me­tió muy rá­pi­do en las re­dac­cio­nes; de allí sal­tó a las má­qui­nas de es­cri­bir y en po­co tiem­po mi­les de ar­gen­ti­nos em­pe­za­ron a es­cu­char con in­sis­ten­cia el nom­bre Die­go. Le de­cían Pe­lu­sa en el 76, lue­go El Ne­ne, lue­go Die­gui­to y lue­go El Diez; pa­ra el 86 un re­la­tor uru­gua­yo lo lla­ma­ría Ba­rri­le­te Cós­mi­co y otra do­ce­na de ellos bus­có po­ner­le un apo­do más sen­sa­cio­nal.

Na­die pu­do. O pu­die­ron to­dos. Por­que al fi­nal fue el pue­blo el que hi­zo lo que la Real Aca­de­mia ja­más hu­bie­se to­le­ra­do: con­vir­tió en ad­je­ti­vo lo que nun­ca fue ad­je­ti­vo.

Des­de en­ton­ces, to­do lo que bri­lla se lla­ma Ma­ra­do­na.

Por Pablo Llonto y Diego Borinsky (2001)

MIRADA FIRME

En su biografía, Diego recuerda que el técnico le adelantó en la práctica del martes que iba a jugar frente a Talleres. Todas las sensaciones de aquel día inolvidable en este testimonio extraído de su libro.
Lo cier­to es que yo ya me en­tre­na­ba con la Pri­me­ra en la can­cha de Co­mu­ni­ca­cio­nes. En la prác­ti­ca del mar­tes, se me acer­có el téc­ni­co y me di­jo: “Mi­re que ma­ña­na va a ir al ban­co de pri­me­ra, eh?”. A mí no me sa­lían las pa­la­bras, en­ton­ces le di­je:  “¿¡Qué!? ¿¡Có­mo!”. Y él me re­pi­tió: “Sí, va a ir al ban­co de Pri­me­ra. Y pre­pá­re­se bien por­que us­ted va a en­trar”. En­ton­ces yo aga­rré, des­de ahí mis­mo, de Co­mu­ni­ca­cio­nes, me fui co­rrien­do con el co­ra­zón en la bo­ca pa­ra con­tar­le a mi vie­jo, a mi vie­ja. Y, cla­ro, le con­té a la To­ta y a los se­gun­dos ya lo sa­bía to­do Fio­ri­to, ¡to­do Fio­ri­to sa­bía que yo ju­ga­ba al otro día! (...) Nos jun­ta­mos an­tes del par­ti­do a co­mer ahí en Jon­te y Bo­ya­cá. El clá­si­co bi­fe con pu­ré, con la char­la téc­ni­ca de Mon­tes co­mo pos­tre, to­do ahí. Des­pués cru­za­mos ca­mi­nan­do has­ta la can­cha, en­tre la gen­te, ¡no nos co­no­cía na­die! Y en­ci­ma eran to­dos cor­do­be­ses (...) Nos es­ta­ban dan­do un to­que bár­ba­ro y a los 27 mi­nu­tos el Ha­cha Lu­due­ña hi­zo el gol. An­tes del fi­nal del pri­mer tiem­po, Mon­tes, que es­ta­ba en la otra pun­ta del ban­co, gi­ró la ca­ra ha­cia mí y me cla­vó la mi­ra­da, co­mo pre­gun­tán­do­me: “¿Se ani­ma?”. Yo le man­tu­ve la mi­ra­da y ésa, creo, fue mi res­pues­ta. En­se­gui­da em­pe­cé con el ca­len­ta­mien­to y en el arran­que del se­gun­do, en­tré. En el bor­de de la can­cha, Mon­tes me di­jo: “Va­ya, Die­go, jue­gue co­mo us­ted sa­be. Y si pue­de, ti­re un ca­ño”. Le hi­ce ca­so: re­ci­bí la pe­lo­ta de es­pal­das a mi mar­ca­dor, que era Juan Do­min­go Pa­tri­cio Ca­bre­ra, le ama­gué y le ti­ré la pe­lo­ta en­tre las pier­nas; pa­só lim­pi­ta y en­se­gui­da es­cu­ché el oooo­le de la gen­te, co­mo una bien­ve­ni­da. No es­tu­vie­ron to­dos los que di­cen ha­ber es­ta­do, pe­ro las tri­bu­nas es­ta­ban has­ta la ma­ni­ja, no se veía ni un pe­da­ci­to de ta­blón. Me acuer­do de que lo que más me lla­mó la aten­ción fue la fal­ta de es­pa­cios; la can­cha me pa­re­cía chi­qui­ta al la­do de las in­fe­rio­res. Y los gol­pes gran­des (...) Siem­pre di­go que, fut­bo­lís­ti­ca­men­te, ese día to­qué el cie­lo con las ma­nos. Por to­do, yo sa­bía que se ini­cia­ba al­go muy im­por­tan­te en mi vi­da.

Por Diego Maradona (Del libro "Yo soy el Die­go de la gente”, EDITORIAL PLANETA)

DE PASO, CAÑAZO

Juan Domingo Patricio Cabrera pasó a la historia por ser el primer hombre burlado por el talento de Diego. “Me enorgullece que me haya metido el primer caño”, asegura.
Nun­ca una ju­ga­da que sue­le al­can­zar gra­dos al­tí­si­mos de hu­mi­lla­ción en quien la pa­de­ce –nos re­fe­ri­mos al vie­jo y que­ri­do “ca­ño”– des­per­tó tan­to or­gu­llo en la víc­ti­ma de tur­no. “Cla­ro que es un or­gu­llo; si me lo ha­cía Rug­ge­ri hu­bie­se si­do dis­tin­to, pe­ro me lo hi­zo Die­go. Yo no fui tan ma­lo co­mo fut­bo­lis­ta, pe­ro sé que pa­sé a la his­to­ria por ese ca­ño”, ad­mi­te des­de Sal­ta Juan Do­min­go Pa­tri­cio Ca­bre­ra, que en­tró en la his­to­ria por ser el “pri­mer hom­bre bur­la­do” en el fút­bol gran­de por el ta­len­to de Die­go.
Aquel 20 de oc­tu­bre, ju­gan­do pa­ra Ta­lle­res, el Cha­cho –co­mo se lo co­no­ce en el am­bien­te del fút­bol– se acer­có al chi­qui­lín de 15 años que aca­ba­ba de in­gre­sar pa­ra qui­tar­le la pe­lo­ta, pe­ro no tu­vo mu­cho éxi­to: “Yo ju­ga­ba de ocho, así que es­ta­ba so­bre la de­re­cha. Lo fui a apre­tar, pe­ro no me dio tiem­po a na­da. Me ti­ró el ca­ño, y cuan­do me qui­se dar vuel­ta ya se ha­bía es­ca­pa­do. Re­cuer­do que pa­ra ese par­ti­do ya se co­men­ta­ban las con­di­cio­nes fut­bo­lís­ti­cas que él te­nía. Y que cuan­do en­tró en el se­gun­do tiem­po nos com­pli­có bas­tan­te”.
Ca­bre­ra vi­ve hoy en el Ba­rrio Vi­lla So­le­dad, en Sal­ta Ca­pi­tal, y tra­ba­ja en una re­mi­se­ría día por me­dio en tur­nos de 24 ho­ras. Co­mo sép­ti­mo hi­jo va­rón tu­vo co­mo pa­dri­no al pre­si­den­te de tur­no; en su ca­so, Juan Do­min­go Pe­rón, de ahí su nom­bre. Y re­cuer­da que des­pués de aquel ca­ño his­tó­ri­co tu­vo más de un en­cuen­tro con Die­go: “Com­par­ti­mos la pri­me­ra se­lec­ción que se for­mó des­pués del Mun­dial 78. Ha­blá­ba­mos mu­cho con él y con Bar­bas de nues­tra con­di­ción hu­mil­de, por­que ha­bía­mos sa­li­do de la vi­lla. Eso sí, ja­más to­ca­mos el te­ma del ca­ño”.

"HISTORIAS QUE VALEN LA PENA CONOCER"

LA HISTORIA DE LOS HERMANOS BONETI FUENTE: "KODRO MAGAZINE" Ivano y Dario Bonetti fueron los únicos hermanos de la mítica plantill...