lunes, 11 de octubre de 2021

UN CUENTO DE EDUARDO SACHERI:

"NO SE, SEÑORA" de EDARDO SACCHERI: 

FUENTE: EL GRAFICO


¿Por qué nos gusta tanto el fútbol? Acá, digo. En la Argentina, digo. En realidad me quedo pensando en el verbo que usé. Eso de “gustar”. Y no, me estoy quedando corto. “Gustarte” te puede gustar una actriz en una película, o te puede gustar el helado de pistacho (hay gente a la que sí, a la que el helado de pistacho le gusta, qué quieren que le haga).





Y en Argentina el verbo “gustar”, aplicado al fútbol, parece quedarse chico. Seguro que nos gusta. Pero va más allá, lo que nos pasa con el fútbol. Nos cautiva. Nos enamora. Nos enceguece. Podría agregar que nos “apasiona”, pero, por motivos estrictamente personales, prefiero evitar todos los derivados de la palabra pasión. No porque no la sienta, y no porque no la viva. Pero me da la impresión de que hemos convertido a la dichosa “pasión”, sobre todo aplicada al fútbol, en una bolsa de gatos en la que cabe, además de gatos, cualquier cosa: energúmenos profesionales, publicidades estúpidas, locuras inútiles, crueldades alevosas. Por eso, si me permiten, dejemos a la pasión y a todos sus derivados (apasionar, apasionante, apasionada, pasioncita -qué feo diminutivo, dicho sea de paso-) a un costado de esta columna. ¡Cucha, pasión, cucha, salga de ahí!

Perfecto. Retomemos el asunto, suponiendo que exista, en este texto, el tal asunto. Ah, sí: que el fútbol tiene para nosotros, los argentinos, una importancia muy profunda. Ese es el asunto. Y sí, tiene razón el que lee esto y dice: “Momentito, señor Sacheri, yo soy argentino y el fútbol no me interesa”. Concedido, señor mío. Tiene razón. Aunque si no le gusta el fútbol, no entiendo muy bien qué hace leyendo la revista El Gráfico. Pero es cierto, ese es asunto suyo y no mío. En las dos cosas usted está en lo cierto. Bien. Corrijamos: el fútbol tiene, para muchos argentinos, una importancia muy profunda.

Es así, y no está ni bien ni mal. Momento. Vuelvo a corregirme: no sé si está bien o está mal que así sea.

A veces me gusta la idea de que el fútbol nos importe tanto. Me parece un gesto gratuito, en una época en la que casi todo tiene un precio. Que nos importe algo tan ingenuo, tan primario, tan inconsistente como un juego, tiene algo de antiguo y trasnochado y noble. Una especie de mueca carnavalesca que se burla del espíritu práctico y de las buenas costumbres de la civilización burguesa.

Otras veces, no. Otras veces se me chifla el moño y siento que somos una manga de inmaduros, una murga de chiquilines extraviados en los vapores de una ficción. Podríamos estar abocados al trabajo duro y a la investigación científica. Podríamos tener los ojos alzados hacia el norte seguro del desarrollo económico sustentable y del bienestar con equidad social, cultural, educativa y de género. Y en lugar de eso nuestros ciudadanos dilapidan horas de sueño preocupados por si se van o no se van al descenso, horas de trabajo haciendo una fila para comprar una entrada que, cuando lleguen a la ventanilla, ya estará vendida, horas de charla discutiendo si hay que comprar a Saturnino Chamingoti o a Demóstenes Amestizábal para el puesto de volante central de Deportivo Chispitas. Y es eso: dilapidar, malgastar, tirar a la basura una energía que podríamos usar para las antedichas nobles metas.

Para colmo de males, el planeta entero parece estar dándonos la razón. En las últimas ¿dos décadas, digamos? los asiáticos, los africanos, los melanesios se han sumado a la vieja costumbre latinoamericana y europea de jugar al fútbol. Eso tiene un lado bueno y un lado malo. El lado malo es que, cuando te quieras acordar, tarde o temprano, tu selección nacional se va a comer una derrota jugando contra Mozambique o Camboya. No sucederá mañana, no sucederá pasado, pero tarde o temprano te la van a mandar a guardar, acordate de lo que te digo.

El lado bueno es que nuestra inseguridad encuentra cobijo en ese amor global por el fútbol. Al razonamiento, casi temeroso, de “Che, capaz que deberíamos darle menos bola al fútbol” se contrapone la constatación de “Mirá cómo el mundo entero está como loco con la pelotita, chabón”. Y entonces quiere decir que hacemos bien, que nunca estuvimos equivocados (cosa que los argentinos tendemos a sospechar siempre, pero nos encanta confirmar dos o tres veces por hora). Fútbol televisado hasta los confines del planeta, jugadores convertidos en celebridades globales, el mundo parece crecientemente contagiado de este virus al que los argentinos hemos sucumbido mucho antes. Desde hace…

¿Cuánto hace que los argentinos somos así? Décadas y décadas. Estos días estuve leyendo Así jugamos, de Vignone y Borinsky, que incluye una crónica lindísima del Mundial de 1930. Uno repasa los escándalos de ese mundial, las actitudes desmedidas y las vendettas prometidas que se generaron a partir de la final contra Uruguay y descubre –tranquilizado o desolado, no sé- que hace 84 años las cosas eran parecidísimas por estos pagos.

Calculo yo que debemos llevar un siglo largo, ya, de semejante amor desencajado. Guarda que en esta parte de la columna me pongo el saco de profesor de Historia, cazo la tiza y recorro los pasillos del aula. De modo que ni se les ocurra distraerse, hablar con el compañero ni, mucho menos, sacar el teléfono celular.

Esto del fútbol, todos lo sabemos, nos lo trajeron los ingleses. Más o menos para la misma época en la que desembarcaban los ferrocarriles, los telégrafos y los préstamos bancarios, para embarcar a cambio el trigo, la lana, la carne y alguna otra menudencia del sector primario. Modelo agro-exportador, que le dicen. El asunto es que, con el barco ahí estacionado en el puerto (por unos pocos años Puerto Madero, pero enseguida el Puerto Nuevo, porque el otro les quedó chico apenas inaugurado, pero mejor no acordarse porque se me vuelan los patos) y para matar el tiempo, los marineros pelaban un balón para armarse un fulbito. De ahí habrá pasado a los changarines, a los obreros de la carne, a los peones del ferrocarril… y así sucesivamente hasta llegar al vago de su hijo, señora.

Los “niños bien”, por otro lado, lo aprendían en los colegios secundarios con sus profesores británicos. O en los clubes de gente paqueta. Claro que de ahí pasó a espacios menos exclusivos y más amplios, y así sucesivamente hasta la canchita de fútbol cinco en la que malgasta sus tardes el vago de su hijo, señora.

Según algunos, esas décadas finales del siglo XIX, las primeras del siglo XX, fueron buenos años porque la Argentina crecía, se poblaba, se modernizaba y se enriquecía. Según otros, no fueron tan buenos porque la torta estaba pésimamente repartida, y unos pocos la juntaban en pala mientras otros muchos corrían la coneja. Pero como este es un foro deportivo y no científico, no vamos a detenernos en esta disputa de historiadores. Dejémoslos ahí, en la biblioteca, fajándose a librazos, y volvamos.

El asunto es que, con más o menos razón para hacerlo, los argentinos soñábamos con un futuro de grandeza. Nos ilusionábamos con la inminencia de una “Argentina potencia”. Y entreteníamos nuestros ocios con la pelota de fútbol. Una sociedad que se mezclaba, que mutaba, que se volvía a mezclar, encontraba en las camisetas de los clubes un ámbito de seguridad y de pertenencia.


Claro que, como bien sabe cualquier hincha de fútbol, lo bueno dura poco. Estábamos ahí, en plena prosperidad, para pocos o para muchos, y nos sacudió la crisis del año 30. Que la Bolsa de Wall Street, que la crisis europea, que no te compro más trigo ni más carne, lo cierto es que la Argentina quedó con el culo apuntando al Norte y el futuro devastado. Nuestros sueños de grandeza se torcieron. Me gustaría poder escribir ahora que, por suerte, en unos pocos años nos acomodamos y recuperamos el terreno perdido, y ahí sí nos convertimos en una potencia de la gran flauta. Pero ¿para qué mentir, no?

Ya llevamos una ponchada de años intentando reflotar aquellas esperanzas. Prometiéndonos un futuro de grandeza que nunca llegó. Todavía hoy, casi un siglo después de aquellos vaivenes, seguimos poco menos que exigiendo que el mundo se acomode a nuestra gloria en ciernes. Pero lo hacemos con una mezcla de solemne indignación e incrédula jactancia. ¿Qué ocurrió con el mundo, que nos ha desperdiciado de este modo? ¿Nos hacen el vacío de pura envidia que nos tienen?
Pero no nos vayamos por las ramas, me cacho. Porque algo nos quedó de aquellos tiempos, además de viejos pergaminos y trasnochadas esperanzas. Nos quedó el fútbol. Mientras la Historia nos olvidaba, mientras nuestras glorias en ciernes se desbarataban, seguimos jugando. Se multiplicaron los clubes y las ligas. Jugar a la pelota pasó a ser la clave de cualquier infancia digna de tal nombre, la llave de acceso a la calle y al grupo de amigos.


Tomamos al fútbol y lo moldeamos a nuestro estilo. El que creamos acá, en el último patio del mundo. Lo llenamos de gambetas, picardía, temeridad, desequilibrio. Y de individualismo, anarquía, insolencia, indisciplina. Un fútbol de estetas y compadritos. Un fútbol de luces individuales y desmadres colectivos.

Creo que así jugamos al fútbol los argentinos. Y alguna vez hemos discutido, en estas páginas, si es verdad o no esa afirmación de que “al fúbol se juega como se vive”. Y apunté que no estoy seguro de si eso es cierto. Pero hoy, mientras escribo esto y mientras pienso, no puedo evitar encontrar algunos parecidos. En una de esas, cuando vivimos, los argentinos tendemos a ser ávidos, insolentes, insolventes, temerarios. Lo mismo que cuando jugamos, que se nos da por presentarnos impulsivos, inocentes, caóticos, agonísticos. Tal vez viviendo seamos bastante petulantes, inseguros, vivaces, engreídos. Del mismo modo que jugando nos evidenciamos individualistas, capaces, desconfiados, facciosos.

Pero atención. Una cosa es cómo jugamos al fútbol, o cómo me permito creer que lo jugamos. Y otra cosa es pensar por qué lo queremos tanto. Y acá me viene otra idea. Me parece que el fútbol es, tal vez, una de las pocas cosas que los argentinos sabemos que hacemos bien. Con todo a cuestas, empezando por nosotros mismos. Nos enorgullece que nuestros jugadores paseen su talento por las ligas más exigentes del mundo. Nos desvela, una vez y otra vez, la posibilidad de pasarles el trapo a todos en un Campeonato Mundial. Nos entusiasma porque es un paraíso que sentimos ahí, cerquita, próximo, posible, mucho más tangible que otros paraísos tal vez más definitivos, pero para los que no nos da el piné.

Por eso jugamos, miramos, discutimos y padecemos fútbol. Por eso, también, nacieron y trabajaron acá escritores como Roberto Fontanarrosa y Osvaldo Soriano. Ambos inventaron historias en las que usaron al fútbol como telón de fondo, o como puerta de entrada para desplegar personajes tangibles, certeros y cercanos. Conmovedora y aterradoramente parecidos a nosotros. Por eso, también, tuvimos periodistas como Dante Panzeri y Roberto Santoro, que supieron usar al fútbol como una mirilla, para ver y entender la sociedad que se movía por detrás. Me parece que si el fútbol nos importa tanto a los argentinos, no es porque sí. Nos importa porque nos desnuda, nos representa, nos evidencia.

Pero todavía falta algo más. Una virtud adicional que tiene el fútbol: nos aproxima, nos acerca, nos pone más o menos a tiro del afecto entre nosotros. Pavada de cualidad, a fin de cuentas, en esta tierra donde tolerarnos los unos a los otros parece más complicado que salir campeón invicto.

No sé, son ideas mías. Pero antes de hacerle una escena a su hijo, señora, porque otra vez llegó a cualquier hora de la canchita, o porque se pasó dos días haciendo fila para conseguir una entrada para un clásico, tenga en cuenta estos argumentos. No digo que me dé la razón. No digo tanto. Pero no sé, señora, sopese estos argumentos antes de lanzarse a correrlo, alpargata en mano.

Eduardo Sacheri (2014)

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